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¿Cómo era el auténtico Drácula? Cuatro ‘historiadores químicos’ buscan la respuesta en las proteínas

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En su novela de 1897 sobre el vampiro más famoso de la historia, Bram Stoker menciona más de 200 veces la sangre o el color rojo, en ocasiones al hablar de los ojos de Drácula. “Lo último que vi fue al Conde enviándome un beso con la mano, con un rojo destello de triunfo en los ojos y una sonrisa que habría enorgullecido al mismísimo Judas en el infierno”, relataba, por ejemplo, uno de los protagonistas, Jonathan Harker, antes de quedarse a solas en el castillo de los Cárpatos con las “hermanas”, tres vampiresas que preveían “besos para todas” porque Harker ―que huyó por fidelidad a su prometida Mina― era “joven y fuerte”.

¿Tenía Vlad Drácula, el cruel príncipe europeo del XV que inspiró el libro, hemolacria (sangre en las lágrimas)? ¿O era solo un recurso literario de Stoker para aludir al deseo sexual y al Eros y Tánatos en la conservadora Inglaterra victoriana (y que acabó obligando al Drácula más icónico del cine, Christopher Lee, a actuar con unas lentillas rojas que odiaba)? Dos empresarios israelíes del campo de la biotecnología y un bioquímico italiano buscan estos días la respuesta, y otras muchas, en las proteínas que Vlad Drácula dejó hace medio milenio al firmar tres cartas.

La palabra Dragulya se puede ver en la firma de uno de los documentos, custodiados por el Archivo Nacional de Rumania, y en el sello rojo de cera de otro. Era uno de los seudónimos (por su padre, Vlad Dracul) de Vlad III, también conocido como El Empalador (Tepes en rumano) por su querencia por matar así a sajones de Transilvania y otomanos. Nacido en Transilvania en 1431, gobernó con mano de hierro y alianzas cambiantes con Valaquia, un extinto principado en la actual Rumania.

Carta firmada por Vlad Drácula, uno de de los documentos analizados.Gleb Zilberstein

En una de las cartas, fechada en 1475, muy poco antes de morir en el campo de batalla, se presenta como “príncipe de las regiones transalpinas” para informar a los burgueses de la ciudad transilvana de Sibiu de que se instalará allí. Ya circulaban por entonces relatos sobre su brutalidad al mando de la vecina Valaquia, entre ellos uno sobre cómo los otomanos descubrieron aterrados un “bosque de empalamientos”. En Rumania es considerado un héroe nacional que defendió su tierra en una época dura en la que pocos gobernaban con contemplaciones.

Hace tres años, los israelíes Gleb y Svetlana Zilberstein, ambos de 53 años, y los italianos Pier Giorgio Righetti, de 81, y Vincenzo Cunsolo, de 60, obtuvieron permiso para analizar los documentos con un sistema que recaba ―sin dañarlas― las proteínas presentes por el contacto con alguna parte del cuerpo, el sudor, la saliva o las lágrimas. En condiciones adecuadas, pueden permanecer allí hasta millones de años. “No requiere arrancar una parte del objeto y las proteínas son más estables que el ADN, que se deteriora más con el tiempo”, explica Gleb Zilberstein en una cafetería de Tel Aviv, en Israel, adonde Svetlana y él emigraron hace 26 años desde su Kazajistán natal. Él es máster en Física y ella, en Economía, pero no son académicos tradicionales ni tienen plaza docente universitaria. Son más bien, como admite Gleb, “los típicos emprendedores israelíes de alta tecnología”. Righetti es, en cambio, profesor emérito de Química en la Universidad Politécnica de Milán, mientras que Cunsolo enseña Química Orgánica en la de Catania.

Svetlana y Gleb Zilberstein, el pasado día 14 en Tel Aviv.
Svetlana y Gleb Zilberstein, el pasado día 14 en Tel Aviv.antonio pita

El sistema consiste en unos plásticos ionizados en la superficie que se depositan sobre el objeto. Absorben proteínas, otras biomoléculas y metales capaces de arrojar luz sobre las enfermedades, la medicación, la alimentación y hasta el entorno en el que vivió Drácula. “Trabajamos en dos direcciones. Por un lado, marcadores biológicos generados en el organismo de un ser humano. Por el otro, proteínas de microbios”, señala Gleb.

“Historia química”, les gusta llamarlo. “No somos detectives, aunque se pueda utilizar en análisis forenses”, dice Svetlana. El proceso permite determinar si una proteína proviene de un humano, de una rata o de un mosquito que se posó sobre el documento. También datarla. Es decir, distinguir si las proteínas humanas en la parte de la carta donde estampó su firma Vlad Drácula pertenecen a esa época o son posteriores. Siempre hay, eso sí, un punto de atribución, de asumir que ese marcador biológico corresponde en efecto a Drácula porque todo parece indicarlo. “Nos ayuda que el papel se elaborase entonces con fibras de algodón, se conserva muy bien”, apunta Svetlana. En cualquier caso, pocas manos han tocado esos documentos desde el siglo XV, a tenor del resultado preliminar de las pruebas.

Las enfermedades dictan el comportamiento

Los Zilberstein se muerden la lengua para no revelar sus conclusiones sobre Vlad III. Rehúsan hacerlo hasta que las confirmen en Italia, aunque adelantan que dos de las 10 proteínas humanas atribuidas a Vlad Drácula indican patologías. Entre las que han buscado están la arteriesclerosis ―el endurecimiento de las arterias, que puede obstruir las venas de la retina― o una conjuntivitis tan aguda que produjese sangre en las lágrimas. “Cuando tenemos información sobre enfermedades específicas, podemos aportar material a los historiadores para que especulen. Las enfermedades dictan el comportamiento”, subraya Gleb. No entran en la causa de la muerte porque ya se conoce (combatiendo a las fuerzas otomanas) y el cadáver nunca ha sido hallado.

Suelen centrarse en personajes históricos o literarios famosos. Y se documentan antes del análisis biológico para saber qué pistas buscar y poder conectar historia y química. En esta ocasión se decidieron por Drácula porque “es un personaje ideal para entender los juegos políticos de la época”, dice Gleb. “Queríamos entender quién era. ¿Un auténtico dictador o una víctima de la situación político-militar?”, agrega. También es interesante, añade, desde un punto de vista médico, por las múltiples leyendas sobre sus enfermedades, y para explorar las condiciones climáticas y el universo bacteriano previo a la llegada de Cristóbal Colón a América.

Fotograma de la película 'Drácula, de Bram Stoker', de Francis Ford Coppola (1992)
Fotograma de la película ‘Drácula, de Bram Stoker’, de Francis Ford Coppola (1992)cordon press

La primera misión conjunta de los cuatro científicos fue el manuscrito original de una novela clave del siglo XX: El maestro y Margarita, a la que Mijaíl Bulgákov dedicó sus últimos años de vida. El análisis reveló indicadores biológicos de que el escritor, que había ejercido como médico, tomaba mucha morfina y analgésicos por un trastorno renal denominado síndrome nefrótico. En otra investigación encontraron restos de oro, plata, mercurio y plomo en un manuscrito sobre la luna de Johannes Kepler, lo que les lleva a pensar que el destacado astrónomo y matemático alemán compaginó el método científico con la alquimia, aún popular en la Europa del siglo XVII.

“Generamos datos para destruir paradigmas. Los ponemos sobre la mesa y abrimos un debate”, resume Gleb. Por ejemplo, los historiadores ya coincidían en que George Orwell, el autor de Rebelión en la granja y 1984, murió de tuberculosis en 1950. Tras analizar una carta que envió a Moscú, ellos añadieron en 2018 una conclusión: que contrajo la enfermedad en el hospital en el que se recuperaba de un disparo durante la Guerra Civil española, a la que Orwell había acudido a combatir del lado republicano. También el ruso Antón Chejov tenía tuberculosis, pero creen que falleció de un ictus, por una proteína que hallaron en uno de sus análisis.

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Beethoven, el enfermo nunca imaginario

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«Beethoven en su lecho de muerte», 29 de marzo de 1827. Litografía de Josef Danhauser a partir de su propio dibujo.Beethoven-Haus Bonn

En la gran exposición inaugurada en la Bundeskunsthalle de Bonn en diciembre de 2019 como preámbulo de las grandes celebraciones del 250º aniversario del nacimiento de Beethoven (luego severamente capitidisminuidas por la pandemia), una de sus secciones ahondaba en las enfermedades del compositor, poniendo un especial énfasis, por supuesto, en su prematura sordera, lo que permitía al visitante observar —casi con pavor— los diversos artilugios —grandes y pequeños— que introducía en sus oídos, así como aprender sobre las terapias —infructuosas— utilizadas para aliviar sus efectos. Un panel adyacente resumía gráficamente las afecciones más importantes de un compositor acosado casi permanentemente por todo tipo de achaques más o menos graves: una posible viruela en la infancia, tifus, cefaleas crónicas, neumonía y otras infecciones respiratorias, fiebre reumática, ictericia, gota, reumatismo, ascitis, múltiples dolencias abdominales recurrentes y cirrosis. A la lista se añade ahora con certeza científica, gracias a los resultados de la secuenciación de su genoma que acaban de hacerse públicos, la hepatitis B.

Una carta a Franz Wegeler, un médico que formaba parte de su círculo de amigos íntimos de Bonn, fechada el 29 de junio de 1801, cuando el compositor tenía tan solo 30 años, es reveladora de sus constantes patologías y constituye además el primer documento escrito de su mano en el que se refiere abiertamente a su sordera, el “gran secreto” que intentaba ocultar por todos los medios para no dañar su prestigio: “Pero ese demonio envidioso [de sus éxitos profesionales], mi mala salud, me ha arruinado los planes: mi audición no ha dejado de debilitarse cada vez más desde hace tres años, y eso ha debido de ser provocado por mi abdomen, que, como sabes, estaba ya entonces [en Bonn] en un estado miserable, pero aquí [en Viena] ha empeorado al verme aquejado constantemente de diarrea y sentirme por ello extraordinariamente débil”. Un año después, el sufrimiento y la desesperación provocados por su sordera le hizo considerar seriamente la idea del suicidio, y así se entrevé en el conocido como testamento de Heiligenstadt, dirigido a sus hermanos Carl y Johann, a quienes pedía que si, tras su muerte, el Dr. Johann Schmidt, de quien fue paciente entre 1802 y 1807, estaba vivo, había de describir su enfermedad para que “al menos el mundo pueda reconciliarse conmigo tras mi muerte”. Paradójicamente, la música, que percibía con creciente dificultad y perfiles menos nítidos, se convirtió en su tabla de salvación: de esta profunda crisis vital nació, por ejemplo, la Tercera Sinfonía, en la que aquella debilidad de meses atrás se mudó en heroísmo y en un empuje aparentemente incontenible.

El paso de los años no atenuaba sus padecimientos: “Estoy casi siempre enfermo”, escribió el compositor el 25 febrero de 1813 a su amigo Nikolaus Zmeskall, en una carta firmada como “Ludwig van Beethoven Miserabilis”. Y en uno de sus cuadernos de conversación, en abril de 1823, había escrito: “una trágica desgracia, los médicos saben poco y uno acaba cansándose, especialmente si tiene que estar siempre ocupándose de sí mismo”. En el diario intermitente que llevó entre 1812 y 1818, en el que conviven por igual lo cotidiano y lo trascendente, un apunte de fecha indeterminada dice simplemente: “Tomar de nuevo las pastillas el sábado o domingo”. No era un paciente fácil, por supuesto, y todo apunta a que los médicos poco hicieron por aliviar sus dolencias: en la citada carta a Wegeler de 1801 cuenta también cómo un tal Dr. Frank le había recomendado aceite de almendra para su sordera, al tiempo que califica de “asno médico” a otro galeno que le había prescrito baños fríos.

La enfermedad se coló de rondón también en la propia música de Beethoven, unas veces con humor y otras, de nuevo, con trascendencia. Los dos mejores ejemplos del primero los hallamos, como de costumbre, en sus cánones, pequeños pasatiempos imitativos a partir de textos llenos de juegos de palabras con los que el compositor le gustaba obsequiar a sus amigos. A uno de sus médicos, Anton Braunhofer, que le había impuesto una severa dieta para curar un gravísimo problema gastrointestinal, le envió una carta el 13 de mayo de 1825 en la que inventa un diálogo entre un médico y su paciente. Y al final añade un canon a cuatro voces (WoO 189) con el siguiente texto: “El médico atranca la puerta a la muerte; la música [Note] también alivia la aflicción [Noth]”. El 4 de junio, tras no encontrar a su médico en su casa, Beethoven escribió un sencillo canon enigmático a dos voces (WoO 190) de tan solo siete compases en el que se canta única y lacónicamente: “Estuve aquí, doctor, estuve aquí”.

Manuscrito del comienzo del movimiento lento del Cuarteto op. 132 de Beethoven, en el que el compositor se refiere a sí mismo en el encabezamiento como un "convaleciente".
Manuscrito del comienzo del movimiento lento del Cuarteto op. 132 de Beethoven, en el que el compositor se refiere a sí mismo en el encabezamiento como un «convaleciente».Staatsbibliothek zu Berlin

Pero fue también justamente en estos días cuando empezó a componer el movimiento lento de su Cuarteto op. 132, en cuyo comienzo anotó un largo encabezamiento: “Sagrada canción de agradecimiento de un convaleciente a la divinidad en el modo lidio”. Aquí no hay chanza, ni ironía, ni levedad, sino una de las músicas más hondas, confesionales y, en cierto sentido, autobiográficas que compuso Beethoven tras recuperarse de una de sus enfermedades más dolorosas: la que parecía, tras tantos anuncios previos, la definitiva. “Sintiendo nueva fuerza” y “Con intimísimo sentimiento” son dos indicaciones que asoman posteriormente en la partitura manuscrita de otra obra que proclama, una vez más, y más explícitamente que nunca, el poder salvador de la música. Además, excepcionalmente, como había hecho ya en el último movimiento de la Sonata para piano op. 110, Beethoven realiza estas anotaciones tan personales en alemán, no en el italiano habitual (como el beklemmt, “oprimido”, de la Cavatina del Cuarteto op. 130 o el mit Andacht, “con devoción”, de la Missa Solemnis). La música oscila claramente entre movimiento y quietud, entre el ser y la nada. Las secciones escritas en forma de coral parecen trasladarnos al mundo de la polifonía renacentista, mientras que aquellas en las que el músico recupera su fuerza física y creadora son deudoras únicamente del estilo único del último Beethoven. El lidio Fa mayor (con Si natural) de unas suena apagado y translúcido frente al luminoso y diáfano Re mayor de otras. La vida y la muerte, la salud y la enfermedad, se dan la mano sin barras de compás que las separen o las distingan.

La secuenciación del genoma del compositor no solo ha revelado una predisposición genética a las patologías hepáticas (agravadas muy probablemente por un consumo excesivo de alcohol), sino que también descarta por completo, como ya había hecho por medio de documentos registrales el genealogista alemán Theo Molberg, el origen español de la abuela paterna del compositor, un bulo del que ha vuelto a hacerse eco muy recientemente el polemista Norman Lebrecht en su libro Why Beethoven. En el mapa que incluye el artículo publicado esta semana por Current Biologyy que muestra con diferentes colores las probables localizaciones de los ancestros autosómicos de Beethoven, los perfiles de España —incluida la “mora” y “meridional” que sigue difundiendo Lebrecht como posible lugar de nacimiento de la abuela de Beethoven para explicar la supuesta tez oscura del compositor— acotan un espacio, por supuesto, de un blanco inmaculado.

El mechón de Stumpff, a partir del cual se ha secuenciado el genoma completo de Beethoven, con una inscripción de su antiguo propietario Patrick Stirling.
El mechón de Stumpff, a partir del cual se ha secuenciado el genoma completo de Beethoven, con una inscripción de su antiguo propietario Patrick Stirling.Kevin Brown (BEETHOVEN-HAUS BONN)

Lo que confirma también el estudio son ciertas enfermedades recurrentes del compositor, algo que ya dejó claro el médico Franz Wegeler en el apéndice a sus Noticias biográficas sobre Ludwig van Beethoven en 1845: “El origen de sus males, sus problemas de audición y la hidropesía que acabó finalmente con su vida ya estaban en el hipogastrio enfermo de mi amigo en 1796″. Pero las opiniones personales, la especulación y aquellos palos de ciego de la retahíla de médicos que intentaron, casi siempre sin éxito, paliar sus penalidades físicas han dado paso ahora a las certidumbres de la ciencia.

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Mar García Puig: “A las políticas nos siguen tratando de histéricas”

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Mientras el país contaba escaños, Mar García Puig (Barcelona, 45 años) contaba contracciones. Una noche de 2015, la filóloga catalana, entonces editora de Seix Barral, se convirtió a la vez en madre de gemelos y diputada por En Comú Podem. La alegría no duró demasiado. A la mañana siguiente, empezó a sufrir un brote psicótico del que todavía se recupera. Lo cuenta en un brutal debut como escritora, La historia de los vertebrados (Random House), donde la actual portavoz de la comisión de Cultura en el Congreso relata su historia y la de otras mujeres que sufrieron “locura posparto”, de la reina Victoria a la poeta Sylvia Plath.

Pregunta. La mañana posterior a su parto, enloqueció. ¿Cómo se lo explica, casi ocho años más tarde?

Respuesta. El mundo tal y como lo conocías desaparece. Como madre, históricamente tienes el papel de ser la persona fundamental para esos dos seres, con lo cual no te puedes morir. Mis hijos, que eran especialmente vulnerables, que salieron como a medio hacer, dependían de mí: de que tuviera leche o no, de que los tuviera en brazos o no, de que vieran en mi rostro una sonrisa o no. Empecé a sentir ansiedad e hipocondría. Dicen que la cara de la madre es la imagen de su mundo. Y eso supone una presión increíble.

P. ¿Tenía algún antecedente?

R. Tenía todos los números para que esto pasara: algún episodio de ansiedad, un tratamiento por infertilidad, un embarazo de riesgo y un historial familiar, porque mi tío se suicidó y mi padre sufrió una depresión crónica. Era una bomba de relojería. Me acabó estallando en la cara.

P. Evita llamarlo “depresión posparto”.

R. No me gustan las etiquetas, aunque a veces te tranquilizan porque ves que es un mal compartido y que entra dentro de una cierta normalidad. La etiqueta puede dar consuelo, pero también medicaliza males que no solo son médicos, que también tienen un componente humano, cultural, filosófico e histórico que se desdibuja cuando los encierras en la nomenclatura médica o psiquiátrica.

P. ¿Cómo salió de esta?

R. Gracias a la sanidad pública, a una red familiar y al hecho de investigar en la vida de otras mujeres que vivieron lo mismo en los últimos siglos. Me sentí parte de una hermandad de locas, que no pudieron dejar un testimonio pero que sobreviven en miles de historiales médicos. Eso me aligeraba un poco la culpa y le daba cierto sentido a mi experiencia, aunque hubiera preferido no tener que vivir esto.

“El papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir. Si desfallecía, las consecuencias podían ser trágicas para mis hijos”

P. Compara a las parturientas supuestamente histéricas del siglo XIX con los soldados enloquecidos de la Primera Guerra Mundial. ¿Viene a ser lo mismo?

R. La teórica Elaine Showalter compara estar atrapado en el espacio bélico con estar apresado en el espacio doméstico. En la Primera Guerra Mundial llevó tiempo reconocer que los militares se habían vuelto locos. Se creyó que tenían microlesiones cerebrales que la metralla les había provocado, como si fueran heridas invisibles para la ciencia. A las mujeres, en cambio, las metían en un manicomio.

P. ¿Usted se sentía en guerra?

R. Yo sentía que el papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir, porque si desfallecía un solo segundo eso podía tener consecuencias trágicas para mis hijos, igual que el descuido de un soldado puede ser catastrófico para su nación. Y, confesémoslo, también para la imagen que yo proyectaba como madre, que es otra presión adicional.

P. Precisamente, una de las preguntas más vertiginosas que se hace el libro es si la locura femenina es fisiológica o cultural, si se trata de una cuestión de medicina o de misoginia.

R. Hay factores sociales conducen más fácilmente a las mujeres a la locura, como una mayor precariedad, el maltrato, la incomprensión de su entorno o la obligación de dar cuidados, esa responsabilidad sobre las vidas de nuestros mayores y pequeños, que hace que te asomes constantemente a la enfermedad y a la muerte. Pero las estadísticas también demuestran que, cuando el paciente es mujer, cualquier síntoma de malestar es más interpretable bajo el prisma de los nervios o de la ansiedad que cuando es un hombre. Hay estudios que dicen que a las mujeres se las medica más.

P. Escribe que la medicación no tuvo ningún efecto. Entonces, ¿por qué la sigue tomando?

R. Jamás he notado un solo efecto, pero yo no soy médico. Si un profesional me asegura que me puede ayudar, aunque solo sea un 1%, ya merece la pena probarlo. No comparto esa tendencia a la antipsiquiatría que niega cualquier validez a los antidepresivos. A mucha gente le han ayudado y no juzgo a nadie por medicarse, pero yo puse ciertos límites. La medicación de rescate, como el Orfidal o el Trankimazin, me parece bien. Los antipsicóticos, no.

“El trabajo se ha sobredimensionado en las últimas décadas. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura”

P. Llegó a padecer tricofagia, a comerse su propio pelo, como los simios en cautividad. ¿Fue su experiencia más extrema?

R. Fue lo que más me animalizó, quizá la experiencia más irracional. Pero creo que el extremo fue llevar a mi hijo al médico repetidamente porque me convencí de que tenía manchas por el todo el cuerpo, cuando no tenía nada. Sentí que esas visitas innecesarias podían tener consecuencias en él, aunque fuera un bebé y seguramente no se diera cuenta, y eso me preocupó. En cambio, que algo tuviera consecuencias en mí me traía sin cuidado. Solo sentía miedo por la vida de mis hijos.

P. Freud definió la salud mental como “la capacidad de amar y trabajar”. ¿Lo comparte?

R. Tengo dudas. La funcionalidad en la vida se sigue interpretando así: tener un entorno familiar y amoroso, y ser capaz de mantener una rutina laboral. Pero aquí entra en juego cómo se ha sobredimensionado el trabajo en las últimas décadas, y todas las relaciones entre funcionalidad psiquiátrica y capitalismo. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura.

P. “No hay nada más sucio que la mente humana”, le dijo un psicólogo.

R. Esa frase me ayudó mucho. Para una madre, sentirse impura es el peor de los sacrilegios, y mucho más ante la inocencia absoluta de un bebé. Entender que todos tenemos la mente sucia fue muy liberador. Llegué a comprender que esa pureza no existe y que, en algún momento de nuestras vidas, todos hemos llegado a coquetear con la locura y a sentirnos como desechos.

P. ¿Le da miedo que el que el libro se gire en su contra, que la traten de loca en la esfera pública o en sede parlamentaria?

R. Sí, mucho. Ahí está el famoso episodio de Iñigo Errejón cuando habló de salud mental. Que los políticos contemos con privilegios innegables no significa que no tengamos derecho a cuidarnos emocionalmente. Es algo que me dicen cuando me insultan en las redes: aguántate, que para algo te metiste en política. No lo comparto. Me da respeto hablar de este episodio, porque sé que sigue habiendo un estigma enorme sobre la locura. Y, a la vez, siento que mi privilegio conlleva la responsabilidad de contarlo. Hace años escribí un artículo sobre mi ansiedad y me contestó una limpiadora dándome las gracias, porque ella no podía contarlo en su trabajo ni a su entorno. Por un lado, siento miedo al decirlo en voz alta. Por el otro, sé que soy de las pocas que se lo pueden permitir.

“Los hombres también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en primera fila. No sé quién es más emocional…”

P. ¿Hace 10 o 15 años hubiera sido posible publicar un libro como este siendo diputada?

R. Sospecho que no. Ha aparecido un interés por la salud mental que antes no existía. El feminismo ha provocado muchos avances al respecto, y también ha cambiado la imagen de lo que es un parlamentario o una persona metida en política. Los diputados hacemos política desde muchos sitios, no solo en el pleno o en las comisiones, donde a veces tienes una incidencia bastante limitada.

P. Cita a un legislador de Massachusetts en el siglo XIX: “Las mujeres son demasiado nerviosas para entrar en política”. ¿Es una opinión que ha sobrevivido?

R. Fíjate en el discurso de Ramón Tamames durante la moción de censura de esta semana… El otro día, tras una invervención un poco tensa al recibir un ataque de la ultraderecha, un diputado de Ciudadanos se me acercó para decirme que no me alterara tanto, que luego me llevaba el disgusto a casa, que no merecía la pena. Nos siguen tratando de histéricas, ese tópico sigue estando ahí. Mi respuesta es recordarles que ellos también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en la primera fila. No sé quién es más emocional…

P. Montserrat Roig escribió que, en los sindicatos estudiantiles de los setenta, muchos solo buscaban mujeres liberadas “en según qué momentos y a partir de según qué horas”. ¿Eso también sigue vigente?

R. Totalmente. Y ya no solo en la parte sexual, sino también porque muchas veces somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar en días determinados porque el feminismo está de moda y porque eso conviene. Pero después las dinámicas internas de los partidos distan mucho de ser paritarias o igualitarias…

“A veces, las mujeres somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar porque conviene, pero los partidos distan mucho de ser igualitarios”

P. En el libro insinúa su decepción con el proyecto de Podemos, que se suponía que iba a reinventar la política, pero que luego ha reproducido cierta inercia a la desigualdad.

R. Eso sucede en todos los partidos. Aquí se le suma que nosotros se suponía que llegamos para hacerlo de otra forma, pero la política de partidos ha podido más.

P. Se pasó su primera sesión en el Congreso buscando caras de posibles depresivos. ¿Qué grupo parlamentario concentra más melancólicos?

R. Hay unos cuantos. El Congreso es representativo del conjunto de la población. Si no en otras cosas, sí en esta…

P. Un 10% de población española tiene problemas de salud mental. ¿Cree que en el Congreso se reproduce ese porcentaje?

R. Se reproduce o incluso, viendo determinados fenómenos, se dispara. Me refiero a la megalomanía de algunos, pero también al idealismo excesivo que hemos tenido otros. Así entramos muchos en 2015, gritando “Sí se puede” delante de los leones del Congreso. Ocho años después, no puedes evitar hacer balance: ¿cuántos seguimos aquí de los que estábamos en aquella foto y cuántas cosas hemos logrado hacer? No digo que haya sido todo en balde, porque no es así, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación.

“No todo ha sido en balde, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación”

P. “Hay algo de locura en querer ejercer la política desde la vocación”, escribe con evidente desencanto.

R. Es duro decirlo, pero si quieres permanecer en política tienes que hacer muchas renuncias ideológicas. Tienes que asumir contradicciones: aceptar una política migratoria que no compartes a cambio de sacar adelante una ley que te importa. Hay personas que no lo saben asumir. Yo misma creo que no soy capaz de asumirlo. Aquella vocación tan inocente e idealista del comienzo no es sostenible en el tiempo.

P. ¿Qué hará cuando lo deje?

R. Quiero volver al mundo del libro. Quiero seguir haciendo política, pero desde otros sitios.

P. Por último, ¿se siente curada?

R. Creo que sigo en la cuerda floja. Lo que he aprendido es que la cordura absoluta seguramente no existe. Si alguien la tiene, que la disfrute. Y también que la capacidad de incidencia que tenemos sobre la muerte es mínima. Y que vivir con miedo quizá no sea la mejor opción de vida. Todo eso ya lo he entendido. Ahora aspiro a llevarlo a la práctica.

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Así son los camareros de John Ford

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Acodado en la barra de un bar del Oeste, ante un vaso de whisky, Henry Fonda le pregunta al camarero: “Mac, ¿nunca has estado enamorado?”. Mac le contesta: “No, yo he sido camarero toda mi vida”. El diálogo pertenece a la película Pasión de los fuertes, de John Ford. Después de recibir esta lacónica respuesta, Henry Fonda se echa de golpe el trago de whisky directamente hasta la campanilla del gaznate y se larga. Mac se queda impasible limpiando el vaso. El viejo telegrafista con manguitos y visera de las estaciones del ferrocarril que salva un descarrilamiento; el borracho zascandil que al final se convierte en héroe; el camarero del salón del Oeste que permanece sin mover una ceja detrás del mostrador mientras saltan a su alrededor los cristales de las botellas abatidas por el tiroteo, son estos actores de reparto los que nunca fallan a la hora de sostener la estructura de una película de John Ford.

Cualquiera que escarbe en su memoria puede descubrir también a esos personajes secundarios que dan sentido a la vida. Miguel no olvida a los pianistas que ha conocido tocando la canción Amapola en los hoteles de medio mundo. Incluso suele decir que uno solo debería morirse después de haberlos conocido a todos. Tampoco puede olvidar a los camareros que al entrar en el bar sabían lo que iba a tomar y ponían una determinada copa en la barra. No le gustan los camareros que cuentan chistes, ni los que le dan a uno por principio la razón, ni los que se lo montan de filósofos, ni los que gritan tu nombre con alegría al verte aparecer por la puerta. Le gustan los que sin pretenderlo se hallan envueltos en un aura literaria y dan rostro humano al local donde trabajan. El serbio Branko podría ser uno de esos camareros de John Ford. Miguel se sienta en la terraza del Mercato Ballaró, en una esquina de Santa Engracia, y Branko pone la cerveza de una marca determinada en su mesa sin hablar. Uno intuye que su calma se debe a haberse criado bajo las bombas balcánicas. Un cliente le pregunta si le puede servir un vino blanco. “Señor, aquí no se sirve. Aquí se atiende”, le responde en perfecto castellano.

Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra de náufragos sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista, era el que cortaba el tique en la puerta a los jóvenes soñadores, que entraban azorados por primera vez en el café en busca del éxito con la ansiedad instalada en el diafragma. Miguel había sido su amigo hasta el día en que murió. Hace mucho que dejó de ir a ese café donde se había sentido feliz desangrándose de palabras en una tertulia desde los días lejanos de la juventud. Al final en el polvo de la memoria flotan todavía los nombres de los camareros, Onofre, Pepe Bárcena, el impasible Alfonso el cerillero, como únicos soportes de un tiempo fenecido.

Branko Mrakić atiende en el restaurante.Jordi Socías

A Miguel le gustaban esos restaurantes y bares atendidos por camareros de toda la vida que llevaban chaleco y pajarita y acabaron arrastrando los pies entre la humareda con la bandeja en la mano. Pasaban los años, uno volvía y ellos aún estaban allí. Te saludaban con tu nombre como si fuera ayer y el tiempo no hubiera pasado. Ahora las cocinas de los restaurantes y las barras de los bares se han convertido en puertos adonde han recalado marineros interraciales llegados de todos los continentes. Primero fueron náufragos, ahora son camareros latinoamericanos, africanos, orientales, rusos, balcánicos. Constituye todo un arte encontrar ese restaurante o ese bar que se adapte a tu forma de ser y de pensar, solo por el aire inaprensible que lo envuelve, hasta el punto que se convierta en una prolongación de tu vida. Decía Epicuro que más importante que la comida son los comensales con los que debes compartirla. En una esquina de Chamberí, Miguel ha encontrado un restaurante que le recuerda a una primavera siciliana en la que paseando por Palermo se vio envuelto entre los gritos el aroma de un mercado callejero. No era el famoso de la Vucciría, ni del Capo, sino el Mercato Ballaró.

En el restaurante Mercato Ballaró de Santa Engracia hay cocineros y camareros llegados de varios países. Uno de ellos, Branko Mrakić, ha nacido en Belgrado. Recuerda haber tenido una vida feliz hasta el año 1991, en que estalló la guerra de los Balcanes y algunos de sus mejores amigos de la clase se convirtieron en auténticos mafiosos y criminales. El 24 de marzo de 1999 a las 19.45 empezó el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia. Branko ha crecido entre sirenas antiaéreas, tanques y soldados. Guarda en su memoria imágenes apocalípticas, pero a la hora de ponerte una cerveza en la mesa lo hace como lo haría si fuese un camarero en las películas de John Ford, impasible en medio del tiroteo sin mover una ceja.

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