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Concierto con orquesta de dos ‘youtubers’ para perder el miedo a los auditorios de música clásica

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Salen al escenario cinco músicos de la sección de viento y el público ruge. No han venido al Auditorio Nacional por ellos, pero los nervios pueden. Cuando sean profesionales, estos intérpretes de la Joven Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (Jorcam) recibirán acogidas más formales, contenidas, con la seriedad que se le presuponen al repertorio que suelen tocar. Pero la de este sábado ha sido espontánea y cálida. Se apagan las luces y se escucha la solemnidad de una orquesta afinándose. Para muchos de los asistentes es la primera vez que sienten en directo este respirar de la orquesta que indica que todo está a punto de comenzar. Y ahora sí, salen a escenario con traje de lentejuelas y aires de estrella del rock Pascu y Rodri, creadores del canal de Youtube Destripando la Historia.

“¡Buenos días, Madrid! Bienvenidos al primer concierto sinfónico de Destripando la Historia!”, grita Pascu. A partir de ahí, el público da palmas cuando le apetece, canta si siente el impulso, baila en su butaca y hasta enciende la linterna del móvil en los temas lentos. Quizás no imaginaban que podrían hacer eso en un templo de la música clásica como es el Auditorio Nacional. No hay reglas. No hay protocolo. Y si a Pascu y Rodri les apetece nombrar, uno por uno, a todos los músicos de la orquesta, más de 60, y todos los del coro, otros tantos, pues lo hacen. Y los mencionados levantan la mano cuando oyen su nombre.

Pascu y Rodri —Álvaro Pascual, 33 años, y Rodrigo Septién, 32—se conocieron en el colegio. Pascu, que tenía entonces unos 13 años, repitió curso y coincidió en clase con Rodri, que en los recreos, en vez de bajar al patio, se iba con un grupito de amigos a la sala de música a tocar el piano. “A partir de ahí nos hicimos muy amigos y a lo largo de los años empezamos a hacer chorradas juntos: un programa de radio, un grupo de teatro musical…”, cuenta Pascu. Con el tiempo, Rodri creó un canal de YouTube en el que probó de todo: versiones de canciones, sketches musicales… Pascu participaba en algunos de ellos. Consiguió 100.000 suscriptores, pero no terminaba de cuajar. “Para generar ingresos en YouTube necesitas muchísimas visitas. Y el canal no las hacía. Apenas daba 100 o 200 euros al mes”, recuerda Rodri.

Llegó el momento de pararse a pensar. Para Rodri, cansado de buscar la fórmula del éxito, era la última bala. Fue en febrero de 2018, se acercaba San Valentín y se les ocurrió hacer un vídeo explicando su origen. Pascu pintaba los monigotes en una pizarra, Rodri componía la música y juntos cantaban una cancioncilla pegadiza. Ese vídeo llamó la atención y les marcó el camino para los siguientes. De ahí pasaron a los cuentos clásicos y en pocos meses las visitas y seguidores se dispararon. Con el tiempo cambiaron la pizarra por la ilustración digital y los cuentos clásicos por la mitología. Ahora tienen más de cinco millones de suscriptores, han hecho una gira por México, han escrito libros y llenado el Wizink Center, en Madrid.

Público del concierto de los ‘youtubers’ Pascu y Rodri en el Auditorio Nacional este sábado.INMA FLORES

En la fila para entrar al Auditorio se observaba que su público es joven, entre los 20 y 30 años. Un grupo de músicos que espera su turno comenta que no han visto colas así en otros conciertos de la sala. Muchos aprovechan también para comprar el merchandising que venden en la puerta. Hay mucho niño. “Nos movemos por los hijos. Mucho de lo que conseguimos es porque nos llama alguien y nos dice: es que nuestro hijo es muy fan”, reconoce Pascu. Así se gestó este concierto. Una violinista que tocó con ellos para un vídeo de YouTube acabó entrando en la Fundación Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (Orcam) y, un día, la hija de una de las trabajadoras de la fundación la reconoció: “Tú tocaste para Destripando”. Y se estableció un contacto que, dos años más tarde, se ha materializado en este concierto con la joven orquesta de la fundación.

Los músicos de la Jorcam acogieron la iniciativa encantados. Muchos los conocían y los más fans pidieron tocar, cuenta su director, Rubén Gimeno. Él conocía Destripando la Historia por su hija de nueve años, pero no imaginaba que se pudiera fraguar un concierto sinfónico y mucho menos que le tocara a él dirigirlo. Y cree que no solo es una experiencia divertida para los músicos, sino un gran aprendizaje: “Lo bueno que tiene alguien cuando es joven es que la piedra está por esculpir. Para ellos no hay hábitos, costumbres… Están abiertos a ideas nuevas. Conciertos como este crean músicos más dúctiles y los vamos a necesitar para el futuro. Cada vez se demandan perfiles más completos”.

Daniel Osca y Carlos Herrero, trompa y percusión, son integrantes de la Jorcam y, además, tocan juntos en una banda. Están acostumbrados a experimentar con todo tipo de músicas. “Por nuestros instrumentos, somos más de charangueo”, reconoce Osca. Pero para Almudena Quintanilla, que toca el violín, es una oportunidad de salirse del carril clásico. “Para nada estoy acostumbrada a hacer cosas así. Siendo cuerda es muy complicado acercarse a otros géneros. No porque no haya, sino porque hay tantos gigantes clásicos que esto no se explora”.

Vacío generacional

Con “gigantes” la violinista se refiere a los grandes músicos que suelen acaparar el repertorio de los auditorios: Mahler, Beethoven, Mozart… Unos conciertos a los que la población joven no se suele acercar. ¿Por qué? Para los tres músicos es cuestión de educación y argumentan que en los colegios no se suele hacer una buena aproximación a la música clásica. Al final esto contribuye a engordar su visión como algo inaccesible, cree Osca: “Por eso me encanta este proyecto, porque lleva a la gente joven al auditorio. Y a partir de aquí puede llegar a interesarse por otro tipo de repertorio”.

Un momento del concierto en el Auditorio Nacional.
Un momento del concierto en el Auditorio Nacional.INMA FLORES

Otro diagnóstico que hacen los tres es el vacío generacional que dicen que existe en la programación. “Hay conciertos para niños con un enfoque didáctico o ya cosas más serias para gente mayor, pero para el público de entre 20 años a 50 hay un vacío”, dice Herrero. Y completa Quintanilla: “No hay un término entre medias que permita a gente más adulta dar ese paso para acercarse a la música clásica”.

Una muestra de ese público son Lourdes Infantes y Roberto Arribas. Tienen 27 años y son profesora y diseñador gráfico, respectivamente. Para ella es la primera vez en un concierto sinfónico: “Nunca había ido a uno. O bueno, ¿al Conciertazo [programa que emitió TVE entre 2000 y 2009] con el colegio?”. Él es la segunda vez que va al Auditorio Nacional y la primera fue porque tocaba un amigo suyo. “A mí me gusta la música clásica, pero no vengo porque vivo al sur y me pilla lejos”, dice Arribas. ¿Y a otros conciertos que le queden más cerca ha ido? “No, la verdad es que no. Es que es muy caro”, responde. Del concierto sinfónico de Destripando la Historia salen “alucinados”. ¿Volverán al auditorio? “Quien sabe”, dicen. Pero, al menos, reconocen, le han perdido el miedo.

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Mar García Puig: “A las políticas nos siguen tratando de histéricas”

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Mientras el país contaba escaños, Mar García Puig (Barcelona, 45 años) contaba contracciones. Una noche de 2015, la filóloga catalana, entonces editora de Seix Barral, se convirtió a la vez en madre de gemelos y diputada por En Comú Podem. La alegría no duró demasiado. A la mañana siguiente, empezó a sufrir un brote psicótico del que todavía se recupera. Lo cuenta en un brutal debut como escritora, La historia de los vertebrados (Random House), donde la actual portavoz de la comisión de Cultura en el Congreso relata su historia y la de otras mujeres que sufrieron “locura posparto”, de la reina Victoria a la poeta Sylvia Plath.

Pregunta. La mañana posterior a su parto, enloqueció. ¿Cómo se lo explica, casi ocho años más tarde?

Respuesta. El mundo tal y como lo conocías desaparece. Como madre, históricamente tienes el papel de ser la persona fundamental para esos dos seres, con lo cual no te puedes morir. Mis hijos, que eran especialmente vulnerables, que salieron como a medio hacer, dependían de mí: de que tuviera leche o no, de que los tuviera en brazos o no, de que vieran en mi rostro una sonrisa o no. Empecé a sentir ansiedad e hipocondría. Dicen que la cara de la madre es la imagen de su mundo. Y eso supone una presión increíble.

P. ¿Tenía algún antecedente?

R. Tenía todos los números para que esto pasara: algún episodio de ansiedad, un tratamiento por infertilidad, un embarazo de riesgo y un historial familiar, porque mi tío se suicidó y mi padre sufrió una depresión crónica. Era una bomba de relojería. Me acabó estallando en la cara.

P. Evita llamarlo “depresión posparto”.

R. No me gustan las etiquetas, aunque a veces te tranquilizan porque ves que es un mal compartido y que entra dentro de una cierta normalidad. La etiqueta puede dar consuelo, pero también medicaliza males que no solo son médicos, que también tienen un componente humano, cultural, filosófico e histórico que se desdibuja cuando los encierras en la nomenclatura médica o psiquiátrica.

P. ¿Cómo salió de esta?

R. Gracias a la sanidad pública, a una red familiar y al hecho de investigar en la vida de otras mujeres que vivieron lo mismo en los últimos siglos. Me sentí parte de una hermandad de locas, que no pudieron dejar un testimonio pero que sobreviven en miles de historiales médicos. Eso me aligeraba un poco la culpa y le daba cierto sentido a mi experiencia, aunque hubiera preferido no tener que vivir esto.

“El papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir. Si desfallecía, las consecuencias podían ser trágicas para mis hijos”

P. Compara a las parturientas supuestamente histéricas del siglo XIX con los soldados enloquecidos de la Primera Guerra Mundial. ¿Viene a ser lo mismo?

R. La teórica Elaine Showalter compara estar atrapado en el espacio bélico con estar apresado en el espacio doméstico. En la Primera Guerra Mundial llevó tiempo reconocer que los militares se habían vuelto locos. Se creyó que tenían microlesiones cerebrales que la metralla les había provocado, como si fueran heridas invisibles para la ciencia. A las mujeres, en cambio, las metían en un manicomio.

P. ¿Usted se sentía en guerra?

R. Yo sentía que el papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir, porque si desfallecía un solo segundo eso podía tener consecuencias trágicas para mis hijos, igual que el descuido de un soldado puede ser catastrófico para su nación. Y, confesémoslo, también para la imagen que yo proyectaba como madre, que es otra presión adicional.

P. Precisamente, una de las preguntas más vertiginosas que se hace el libro es si la locura femenina es fisiológica o cultural, si se trata de una cuestión de medicina o de misoginia.

R. Hay factores sociales conducen más fácilmente a las mujeres a la locura, como una mayor precariedad, el maltrato, la incomprensión de su entorno o la obligación de dar cuidados, esa responsabilidad sobre las vidas de nuestros mayores y pequeños, que hace que te asomes constantemente a la enfermedad y a la muerte. Pero las estadísticas también demuestran que, cuando el paciente es mujer, cualquier síntoma de malestar es más interpretable bajo el prisma de los nervios o de la ansiedad que cuando es un hombre. Hay estudios que dicen que a las mujeres se las medica más.

P. Escribe que la medicación no tuvo ningún efecto. Entonces, ¿por qué la sigue tomando?

R. Jamás he notado un solo efecto, pero yo no soy médico. Si un profesional me asegura que me puede ayudar, aunque solo sea un 1%, ya merece la pena probarlo. No comparto esa tendencia a la antipsiquiatría que niega cualquier validez a los antidepresivos. A mucha gente le han ayudado y no juzgo a nadie por medicarse, pero yo puse ciertos límites. La medicación de rescate, como el Orfidal o el Trankimazin, me parece bien. Los antipsicóticos, no.

“El trabajo se ha sobredimensionado en las últimas décadas. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura”

P. Llegó a padecer tricofagia, a comerse su propio pelo, como los simios en cautividad. ¿Fue su experiencia más extrema?

R. Fue lo que más me animalizó, quizá la experiencia más irracional. Pero creo que el extremo fue llevar a mi hijo al médico repetidamente porque me convencí de que tenía manchas por el todo el cuerpo, cuando no tenía nada. Sentí que esas visitas innecesarias podían tener consecuencias en él, aunque fuera un bebé y seguramente no se diera cuenta, y eso me preocupó. En cambio, que algo tuviera consecuencias en mí me traía sin cuidado. Solo sentía miedo por la vida de mis hijos.

P. Freud definió la salud mental como “la capacidad de amar y trabajar”. ¿Lo comparte?

R. Tengo dudas. La funcionalidad en la vida se sigue interpretando así: tener un entorno familiar y amoroso, y ser capaz de mantener una rutina laboral. Pero aquí entra en juego cómo se ha sobredimensionado el trabajo en las últimas décadas, y todas las relaciones entre funcionalidad psiquiátrica y capitalismo. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura.

P. “No hay nada más sucio que la mente humana”, le dijo un psicólogo.

R. Esa frase me ayudó mucho. Para una madre, sentirse impura es el peor de los sacrilegios, y mucho más ante la inocencia absoluta de un bebé. Entender que todos tenemos la mente sucia fue muy liberador. Llegué a comprender que esa pureza no existe y que, en algún momento de nuestras vidas, todos hemos llegado a coquetear con la locura y a sentirnos como desechos.

P. ¿Le da miedo que el que el libro se gire en su contra, que la traten de loca en la esfera pública o en sede parlamentaria?

R. Sí, mucho. Ahí está el famoso episodio de Iñigo Errejón cuando habló de salud mental. Que los políticos contemos con privilegios innegables no significa que no tengamos derecho a cuidarnos emocionalmente. Es algo que me dicen cuando me insultan en las redes: aguántate, que para algo te metiste en política. No lo comparto. Me da respeto hablar de este episodio, porque sé que sigue habiendo un estigma enorme sobre la locura. Y, a la vez, siento que mi privilegio conlleva la responsabilidad de contarlo. Hace años escribí un artículo sobre mi ansiedad y me contestó una limpiadora dándome las gracias, porque ella no podía contarlo en su trabajo ni a su entorno. Por un lado, siento miedo al decirlo en voz alta. Por el otro, sé que soy de las pocas que se lo pueden permitir.

“Los hombres también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en primera fila. No sé quién es más emocional…”

P. ¿Hace 10 o 15 años hubiera sido posible publicar un libro como este siendo diputada?

R. Sospecho que no. Ha aparecido un interés por la salud mental que antes no existía. El feminismo ha provocado muchos avances al respecto, y también ha cambiado la imagen de lo que es un parlamentario o una persona metida en política. Los diputados hacemos política desde muchos sitios, no solo en el pleno o en las comisiones, donde a veces tienes una incidencia bastante limitada.

P. Cita a un legislador de Massachusetts en el siglo XIX: “Las mujeres son demasiado nerviosas para entrar en política”. ¿Es una opinión que ha sobrevivido?

R. Fíjate en el discurso de Ramón Tamames durante la moción de censura de esta semana… El otro día, tras una invervención un poco tensa al recibir un ataque de la ultraderecha, un diputado de Ciudadanos se me acercó para decirme que no me alterara tanto, que luego me llevaba el disgusto a casa, que no merecía la pena. Nos siguen tratando de histéricas, ese tópico sigue estando ahí. Mi respuesta es recordarles que ellos también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en la primera fila. No sé quién es más emocional…

P. Montserrat Roig escribió que, en los sindicatos estudiantiles de los setenta, muchos solo buscaban mujeres liberadas “en según qué momentos y a partir de según qué horas”. ¿Eso también sigue vigente?

R. Totalmente. Y ya no solo en la parte sexual, sino también porque muchas veces somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar en días determinados porque el feminismo está de moda y porque eso conviene. Pero después las dinámicas internas de los partidos distan mucho de ser paritarias o igualitarias…

“A veces, las mujeres somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar porque conviene, pero los partidos distan mucho de ser igualitarios”

P. En el libro insinúa su decepción con el proyecto de Podemos, que se suponía que iba a reinventar la política, pero que luego ha reproducido cierta inercia a la desigualdad.

R. Eso sucede en todos los partidos. Aquí se le suma que nosotros se suponía que llegamos para hacerlo de otra forma, pero la política de partidos ha podido más.

P. Se pasó su primera sesión en el Congreso buscando caras de posibles depresivos. ¿Qué grupo parlamentario concentra más melancólicos?

R. Hay unos cuantos. El Congreso es representativo del conjunto de la población. Si no en otras cosas, sí en esta…

P. Un 10% de población española tiene problemas de salud mental. ¿Cree que en el Congreso se reproduce ese porcentaje?

R. Se reproduce o incluso, viendo determinados fenómenos, se dispara. Me refiero a la megalomanía de algunos, pero también al idealismo excesivo que hemos tenido otros. Así entramos muchos en 2015, gritando “Sí se puede” delante de los leones del Congreso. Ocho años después, no puedes evitar hacer balance: ¿cuántos seguimos aquí de los que estábamos en aquella foto y cuántas cosas hemos logrado hacer? No digo que haya sido todo en balde, porque no es así, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación.

“No todo ha sido en balde, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación”

P. “Hay algo de locura en querer ejercer la política desde la vocación”, escribe con evidente desencanto.

R. Es duro decirlo, pero si quieres permanecer en política tienes que hacer muchas renuncias ideológicas. Tienes que asumir contradicciones: aceptar una política migratoria que no compartes a cambio de sacar adelante una ley que te importa. Hay personas que no lo saben asumir. Yo misma creo que no soy capaz de asumirlo. Aquella vocación tan inocente e idealista del comienzo no es sostenible en el tiempo.

P. ¿Qué hará cuando lo deje?

R. Quiero volver al mundo del libro. Quiero seguir haciendo política, pero desde otros sitios.

P. Por último, ¿se siente curada?

R. Creo que sigo en la cuerda floja. Lo que he aprendido es que la cordura absoluta seguramente no existe. Si alguien la tiene, que la disfrute. Y también que la capacidad de incidencia que tenemos sobre la muerte es mínima. Y que vivir con miedo quizá no sea la mejor opción de vida. Todo eso ya lo he entendido. Ahora aspiro a llevarlo a la práctica.

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Cultura

Así son los camareros de John Ford

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Acodado en la barra de un bar del Oeste, ante un vaso de whisky, Henry Fonda le pregunta al camarero: “Mac, ¿nunca has estado enamorado?”. Mac le contesta: “No, yo he sido camarero toda mi vida”. El diálogo pertenece a la película Pasión de los fuertes, de John Ford. Después de recibir esta lacónica respuesta, Henry Fonda se echa de golpe el trago de whisky directamente hasta la campanilla del gaznate y se larga. Mac se queda impasible limpiando el vaso. El viejo telegrafista con manguitos y visera de las estaciones del ferrocarril que salva un descarrilamiento; el borracho zascandil que al final se convierte en héroe; el camarero del salón del Oeste que permanece sin mover una ceja detrás del mostrador mientras saltan a su alrededor los cristales de las botellas abatidas por el tiroteo, son estos actores de reparto los que nunca fallan a la hora de sostener la estructura de una película de John Ford.

Cualquiera que escarbe en su memoria puede descubrir también a esos personajes secundarios que dan sentido a la vida. Miguel no olvida a los pianistas que ha conocido tocando la canción Amapola en los hoteles de medio mundo. Incluso suele decir que uno solo debería morirse después de haberlos conocido a todos. Tampoco puede olvidar a los camareros que al entrar en el bar sabían lo que iba a tomar y ponían una determinada copa en la barra. No le gustan los camareros que cuentan chistes, ni los que le dan a uno por principio la razón, ni los que se lo montan de filósofos, ni los que gritan tu nombre con alegría al verte aparecer por la puerta. Le gustan los que sin pretenderlo se hallan envueltos en un aura literaria y dan rostro humano al local donde trabajan. El serbio Branko podría ser uno de esos camareros de John Ford. Miguel se sienta en la terraza del Mercato Ballaró, en una esquina de Santa Engracia, y Branko pone la cerveza de una marca determinada en su mesa sin hablar. Uno intuye que su calma se debe a haberse criado bajo las bombas balcánicas. Un cliente le pregunta si le puede servir un vino blanco. “Señor, aquí no se sirve. Aquí se atiende”, le responde en perfecto castellano.

Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra de náufragos sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista, era el que cortaba el tique en la puerta a los jóvenes soñadores, que entraban azorados por primera vez en el café en busca del éxito con la ansiedad instalada en el diafragma. Miguel había sido su amigo hasta el día en que murió. Hace mucho que dejó de ir a ese café donde se había sentido feliz desangrándose de palabras en una tertulia desde los días lejanos de la juventud. Al final en el polvo de la memoria flotan todavía los nombres de los camareros, Onofre, Pepe Bárcena, el impasible Alfonso el cerillero, como únicos soportes de un tiempo fenecido.

Branko Mrakić atiende en el restaurante.Jordi Socías

A Miguel le gustaban esos restaurantes y bares atendidos por camareros de toda la vida que llevaban chaleco y pajarita y acabaron arrastrando los pies entre la humareda con la bandeja en la mano. Pasaban los años, uno volvía y ellos aún estaban allí. Te saludaban con tu nombre como si fuera ayer y el tiempo no hubiera pasado. Ahora las cocinas de los restaurantes y las barras de los bares se han convertido en puertos adonde han recalado marineros interraciales llegados de todos los continentes. Primero fueron náufragos, ahora son camareros latinoamericanos, africanos, orientales, rusos, balcánicos. Constituye todo un arte encontrar ese restaurante o ese bar que se adapte a tu forma de ser y de pensar, solo por el aire inaprensible que lo envuelve, hasta el punto que se convierta en una prolongación de tu vida. Decía Epicuro que más importante que la comida son los comensales con los que debes compartirla. En una esquina de Chamberí, Miguel ha encontrado un restaurante que le recuerda a una primavera siciliana en la que paseando por Palermo se vio envuelto entre los gritos el aroma de un mercado callejero. No era el famoso de la Vucciría, ni del Capo, sino el Mercato Ballaró.

En el restaurante Mercato Ballaró de Santa Engracia hay cocineros y camareros llegados de varios países. Uno de ellos, Branko Mrakić, ha nacido en Belgrado. Recuerda haber tenido una vida feliz hasta el año 1991, en que estalló la guerra de los Balcanes y algunos de sus mejores amigos de la clase se convirtieron en auténticos mafiosos y criminales. El 24 de marzo de 1999 a las 19.45 empezó el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia. Branko ha crecido entre sirenas antiaéreas, tanques y soldados. Guarda en su memoria imágenes apocalípticas, pero a la hora de ponerte una cerveza en la mesa lo hace como lo haría si fuese un camarero en las películas de John Ford, impasible en medio del tiroteo sin mover una ceja.

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La artista israelí que convierte la sal del mar Muerto en parte de la obra

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Desde que lo visitaba de niña, la artista israelí Sigalit Landau siente una “atracción fatal” por el mar Muerto que le llevó a incorporarlo a su obra (más como parte del proceso creativo que como escenario) hace ya dos décadas. El punto más bajo sobre el nivel del mar (-427 metros) tiene una densidad y concentración de sal (34%) que no solo regala a los turistas las icónicas fotos leyendo el periódico mientras flotan sin esfuerzo, sino que también le permite a ella explorar la relación entre arte, naturaleza y paso del tiempo. La creadora sumerge en el mar Muerto hasta dos meses objetos que remiten a sus vivencias o inquietudes hasta que acaban cubiertos de una gruesa capa de cristales de sodio que ―además de estética― le otorgan un halo de misterio. Y documenta el proceso en fotografías, instalaciones, esculturas y videoarte que el Museo de Israel, en Jerusalén, expone hasta el próximo junio en la muestra Sigalit Landau: El mar ardiente.

Es el caso de un largo vestido negro casi convertido en blanco por la sal. Landau muestra en ocho fotografías la metamorfosis, en la que convergen varias capas de simbolismo. La más evidente es la bíblica: la mujer de Lot, castigada con convertirse en columna de sal por ignorar las advertencias de los ángeles y mirar hacia atrás cuando escapaba de Sodoma. El fuego que da nombre a la exposición es el que, en el relato del Génesis, usó Dios para destruir Sodoma y Gomorra por sus pecados, y una metáfora del presente deterioro de esta masa de agua de gran significado histórico, religioso y medioambiental. El vestido en cuestión es, además, el que una famosa actriz teatral llevaba hace un siglo al interpretar a una joven prometida poseída por el dybbuk, el famoso espíritu maligno de la cultura judía.

Proceso de creación de una de las obras.

Landau escoge “intuitivamente” las piezas a partir de un “simbolismo personal, político, bíblico…”, explica por correo electrónico. “Son objetos comunes que el tiempo, como sedimento cristalizado, convierte en eternos”. La artista ―que nació en Jerusalén en 1969 y vive en Tel Aviv, tras residir varios años en Europa y Estados Unidos— practicaba de niña el ballet, pero lo tuvo que abandonar. Por ello, eligió un tutú, que ―suspendido con unos cables y una percha― resulta particularmente magnético. La gruesa capa de sal hace que pese 300 kilos. “Es un contraste con la ligereza de la danza”, explica el comisario, Amitai Mendelson, durante un recorrido por la exposición.

¿Por qué el mar Muerto? “Hace milagros que otros materiales y sustancias no aspiran a proveer espontáneamente. Unifica disonancias y desconexiones. Me lleva de la soledad a un trabajo en equipo muy emocionante”, asegura la artista. “Es un espacio prehistórico e histórico en el que me puedo sentir conectada a movimientos tectónicos y a la falta de gravedad”.

Para sacar los objetos, Landau requiere de una grúa y de la ayuda de varios colaboradores. Son, por ejemplo, redes de pesca que compró en el mercado de las pulgas de Jaffa, la localidad palestina hoy anexa a Tel Aviv que contaba con un puerto importante. O una serie de lámparas y candelabros hechos con alambre de espino, en una “yuxtaposición entre la belleza del objeto y la violencia del material” que funciona también como referencia a la corona de espinas de Jesús.

Redes de pesca con sal del Mar Muerto, en la exposición.
Redes de pesca con sal del Mar Muerto, en la exposición.

Pese a ser judía, Landau siente un profundo interés por la iconografía y simbología cristiana, que introduce en su obra. De hecho, uno de los objetos que sumergió parcialmente en el mar Muerto es una pila bautismal. No tiene muy claro el origen de esta fascinación, pero apunta a varios momentos de su herencia vital desde hace dos generaciones: los encuentros entre culturas en la antigua ciudadela de Jerusalén (que alberga dos barrios cristianos ―palestino y armenio―, uno musulmán y uno judío), la importancia de las iglesias en la historia del arte o los intentos de convertir al cristianismo a sus abuelos maternos cuando estudiaban en Londres tras huir de Viena en la Noche de los Cristales Rotos de 1938. “Esperar al Mesías es mucho más incierto que representarlo. Sus heridas son más tangibles y concretas que la actitud en el judaísmo: abstracta y a la espera del Mesías”, resume.

Otro elemento presente en su obra es el ciclo de la vida. Un año después de fallecer su madre, se hizo retratar desnuda y flotando en el mar Muerto dentro de una espiral formada por medio millar de sandías. Por una parte, está el círculo, que conecta con el ciclo vital y la infinidad. Por otra, las similitudes: el interior de la sandía con la sangre, la forma con el vientre de una embarazada… Y la contradicción entre la salinidad del mar Muerto y la dulzura de una fruta tan popular en Oriente Próximo. La inmersión desnuda apela tanto al baño ritual que los judíos hacen en el mikve como al bautismo cristiano. “En ella, siempre hay esa tensión entre carne y espíritu. En un nivel muy personal eleva lo físico a lo espiritual, con el dolor como redención”, señala Mendelson.

La muestra incluye una más reciente sucesión de bordados de paisajes europeos. Las hicieron 12 ancianas a las que proporcionó los materiales durante la pandemia de covid. Las eligió por ser uno de los colectivos más vulnerables, al estar aisladas por el confinamiento. Dejó la parte superior de los bordados por encima de la superficie del mar, lo que permite adivinar el resultado. La parte con sal parece nieve en el paisaje.

Una camilla transformada por Landau, parte de la muestra en el Museo de Israel.
Una camilla transformada por Landau, parte de la muestra en el Museo de Israel.

En la exposición sobrevuela otra de las preocupaciones de la artista: el drama medioambiental del mar Muerto, que define como una “zona de guerra ecológica entre las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas de la industria malvada y cortoplacista”. Al oeste, hace frontera con Israel y con el territorio palestino de Cisjordania, pero como esta última está bajo ocupación militar desde la Guerra de los Seis Días de 1967, las playas privadas en esa orilla son israelíes. La orilla oriental es jordana. La extracción por parte de las industrias de ambos países está detrás de su lenta muerte.

Landau lleva años implicada en el tema y se ha cambiado el traje de artista por el de activista para buscar en vano una solución. En la muestra se pueden leer sus cartas para tratar de organizar un encuentro entre los países implicados. En el pabellón israelí de la Bienal de Venecia de 2011 ya ilustró su fracaso con una mesa vacía con 12 ordenadores portátiles. Por debajo, una niña ata a escondidas los cordones de los zapatos de los participantes ficticios para ilustrar su destino común.

La artista también ha imaginado una maqueta del que ha bautizado como Puente de Sal. Sería un lugar de encuentro con tres puntos de acceso, en dirección de las orillas de Israel, Cisjordania y Jordania. El proyecto se ha topado con la política: los acuerdos con Israel suelen percibirse en la zona como una legitimación de su ocupación militar de Palestina. “Es casi imposible hablar a los jordanos sobre el Puente de Sal, y mucho menos a los palestinos”, admite. “Nuestros vecinos evitan todo tipo de intercambio cultural simbólico”.

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