Cultura
Cristina García Rodero, fotógrafa: “Sueño la foto y la persigo”

La anfitriona está apuradísima. Una tendinitis de hombro, peaje de décadas de acarrear cámaras y maletas por el mundo, la tiene impedida y baldada de dolores, casi no ha dormido, y lamenta no estar “fina” en la entrevista. Acaba de venir de retratar los carnavales de Miguelturra, en Ciudad Real, en su empeño de ilustrar cómo ha cambiado en casi 25 años el paisaje y el paisanaje desde su mítica España oculta, el libro que la catapultó a la primera línea mundial de la fotografía. Estamos en el salón de su coqueto pisazo en el acomodado barrio de Salamanca de Madrid, lleno de recuerdos de sus viajes y presidido por dos maravillosas fotos de danzantes borrachos de alegría y color en la fiesta Holi de la India, a la que quería haber vuelto este año y no ha podido por no haber recibido a tiempo el visado. García Rodero, menuda, simpática y pizpireta, cuenta todo eso, y mucho más, antes, durante y después de la charla. Luego, antes de convidarnos a un menú del día en un bar del barrio, nos muestra un vídeo de Entre el cielo y la tierra, una colección de estampas de gente celebrando la vida, la muerte, la fiesta, el sexo y la fe -desde la congoja del entierro de un bebé al desenfreno de un festival porno- y una no puede evitar que se le icen los vellos a escuadra y se le caigan los lagrimones a plomo. Qué belleza.
¿No llora al hacer las fotos?
Muchísimo. Antes, durante y después de disparar. De hipar y de moquear y todo. Pero sigo disparando. Me meto tanto en la escena que, para mí, no pasa el tiempo. Lo vivo con quienes retrato. Me olvido de mí. No pienso si va a ser portada o no. A veces, me han dicho que entro en una especie de trance, que estoy como poseída. No sé, solo sé que soy muy feliz.
¿Fue una niña observadora?
Éso decían mis padres. Mi padre tenía una joyería y mi madre era maestra. Éramos siete hermanos. Yo era la de enmedio, estaba siempre en de tierra de nadie, leyendo, dibujando. Era muy terca y muy independiente. Siempre tuve clara mi vocación artística.
Se declara enamorada de la belleza. ¿Cuál su primer flechazo?
De niña, La Alhambra. En verano, mis padres nos llevaban a Andalucía y esa hermosura me deslumbró. Luego, vi bailar a Antonio Gades, a Rafael de Córdoba y me enamoró el movimiento y el sentimiento. La belleza del ser humano es lo que más me ha impresionado. La fe, la bondad, la capacidad de entenderte sin palabras. La comunión entre personas.
¿Ve la bondad por el objetivo?
Sí. En las fiestas y en los ritos he visto héroes que se arriesgan por los demás. También cobardes que esperan a que un animal esté muerto para acuchillarlo. Todo está en los ojos de la gente. He visto tantos en mi vida que he aprendido a leerlos. La maldad también se ve, pero me interesa la bondad porque me ayuda a vivir.
¿No retrata a los malos?
Los quiero lejos de mí, y de mi objetivo. Pero sí los he retratado. Es una forma de castigarlos. Pocas veces pido publicar en prensa, no soy fotoperiodista, pero cuando he visto el mal he hecho lo posible por hacerlo visible para para que se sepa quiénes son.
¿A estas alturas, hace lo que quiere o lo que le encargan por dinero?
Hace ya mucho que hago solo lo que quiero. Desde siempre he escogido lo que hago, lo que pasa es que, para poder hacerlo, he tenido que trabajar muchísimo.
Es académica de Bellas Artes desde 2006, pero aún no ha pronunciado el discurso de aceptación. ¿Tanto se hace de rogar?
Ay, qué apuro. Pido disculpas a la Academia. Lo mío no es hablar, ni escribir, ni cantar, ni bailar, ni siquiera dibujar, que fue lo que empecé haciendo. Soy fotógrafa porque quiero contar cosas, y he suplido mis carencias comunicativas con la fotografia. Era una afición y al final es mi profesión y mi pasión porque iba más con mi forma de ser. No quería estar encerrada en un estudio pintando, sino con la gente. La cámara ha sido mi mi llave al mundo y mi lengua propia, y creo que se entiende muy bien lo que quiero decir con cada foto.
Algo de inglés sabrá…
Entre 40 y 100 palabras. Con eso me he entendido con todo el mundo en todo el mundo. Y, más que con eso, con los ojos. En Haití, chapurreando algo de francés, me dijeron algo que me marcó: “Tú eres diferente. No te damos asco. No nos huyes. Nos tratas como a personas”. Creo que es eso lo que me abre puertas y almas.
Durante décadas, usted sería la única mujer, fotógrafa o no fotógrafa, en según qué sitios y qué situaciones.
Sí, en algunos países me llamaban “la chica sin dueño”. Cuando me veían aparecer con mi cámara, lo primero que me preguntaban era si tenía marido, o padre, o hermanos, a qué hombre pertenecía. Nunca usé las armas de mujer. Y eso no se entendía, incluso algún colega no lo entendía.
¿Vivió situaciones de peligro?
Alguna. La peor, en España, en un pueblo, haciendo autostop en una carreterilla, tuve que salir por piernas. He aprendido a tener valor, pero siempre que he pedido ayuda, la he encontrado.
Usted, que ha visto gente tan diversa: ¿somos todos iguales?
Estoy convencida. Nos diferencia la geografía, la religión, la economía y la política. Pero, como seres humanos somos iguales, tenemos las mismas alegrías, las mismas tristezas, los mismos miedos y necesitamos lo mismo.
¿Qué necesitamos?
Aparte de tener las necesidades básicas cubiertas, vivir en paz, con dignidad y libertad.
Hay quien cree que hacer fotos bellas de personas y sitios pobres es ‘romantizar’ la pobreza.
En absoluto, pero viajando te das cuenta de que la gente puede ser feliz con poco y no por tener más vas a ser más feliz. Puede que la vida te sea más fácil, más cómoda y tengas que trabajar menos, pero la felicidad no es eso.
¿Qué hilo une sus fotos de fiestas, entierros, refugiados, desfiles gay y festivales porno?
La pasión, la emoción, la humanidad. La espiritualidad y la carnalidad son dos caras de la misma moneda. Pienso que el ser humano busca las tradiciones porque las necesita. Es una forma de llenar vacíos, miedos, necesidades, y de buscar confianzas en la que depositar esperanza y consuelo para que la vida no sea tan dura.
¿Descarta muchas fotos?
Muchísimas. De mil fotos, me valen, como mucho, 10. Soy muy terca y muy perfeccionista. [Alicia, su asistente, presente en la conversación, asiente cómplice]
¿Ha hecho ya su foto soñada?
Me encanta ese verbo porque yo sueño la foto antes de hacerla. Primero la sueño, y luego la persigo hasta hacerla realidad, sin ahorrar energía, sin ahorrar peligros, sin ahorrar complicidad y luego trato mostrarla en su mayor hermosura. ¿Sabes lo que decía Robert Capa de que si la foto no es buena es que no estabas demasiado cerca? Pues eso.
¿Qué le parece, ahora, la gente fotografiándolo todo con sus móviles?
Creo que hay una ansiedad, más que de imágenes, de ser protagonista. No solo quienes hacen bien su trabajo, sino hay un exhibicionismo. Eso no está mal, pero se está abusando tanto. Eso te quita personalidad, te quita libertad y te quita esencia. Tú lo que tienes que estar contento es contigo mismo, si tengo un solo admirador, estoy contenta, porque soy yo, no necesito ser como se lleva, o como me dicen.
Yendo de fiesta en fiesta se lo habrá pasado bomba en la vida.
Lo he intentado, escojo a mis amigos, escojo mis reportajes, intento ser muy selectiva para no llevarme desengaños y disfrutar de lo que pasa. En esta vida aprendes mucho de lo bueno y de lo malo. Soy muy disfrutona.
Coqueta es un rato. Se ha teñido, peinado y maquillado especialmente para la foto.
Mucho. Ya he asimilado que no soy la Venus de Milo. Que hay que conformarse con lo que tienes y disfrutar de ello.
¿Qué edad tiene por dentro?
Yo creo que me quedé en los taitantos, como decía Lina Morgan. Seré vieja el día que no tenga ilusiones. Es ahora, con esta tendinitis, que me cuesta sujetar la cámara y estoy deseando curarme para salir a trabajar, y aunque no me cure, seguiré saliendo porque las cosas no te esperan. Y, cómo creo que todavía no he hecho mi foto soñada, la que me represente, sigo buscándola, persiguiéndola, trabajando.
MAGNA CRISTINA
Primera española (y español) en ingresar en la prestigiosa agencia Magnum. Premio Nacional de Fotografía. Académica de Bellas Artes. El currículo de Cristina García Rodero (Puertollano, Ciudad Real, 73 años) impresiona. Ver una foto suya basta para entenderlo. Hija de un joyero y de una maestra, García Rodero fue la «de enmedio» de siete hermanos. Estudió Bellas Artes en Madrid, con profesores como el pintor Antonio López, antes de cambiar los pinceles por la cámara como medio de expresión personal y artística. Su obra ‘España oculta’, publicada en 1989, de su periplo por fiestas, ritos y tradiciones españolas más o menos olvidadas, supuso su consagración nacional e internacional. Incansable trabajadora y amena conversadora, es considerada la mejor fotógrafa española de todos los tiempos y es muy apreciada por sus colegas. Ella, manchega como sus admirados Antonio López, Sara Montial y Pedro Almodóvar, ni se quita ni se pone méritos. «El manchego es una persona particular, con muchísimo sentido del humor y muy creativo que, a veces, hace cosas que no hacen los demás. Quizá por ese horizonte plano y ese cielo tan presente, hace que pueda soñar sin dejar de tener los pies en el suelo. Quizá por eso no me importa meterme en el barro para expresar lo más bello y lo más elevado», confiesa. Su obra la avala.
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Cultura
Alfredo Conde: “En la feria apuntas al conejo de las orejas más grandes. Y yo asomé demasiado las orejas”
Alfredo Conde (Allariz, Ourense, 78 años) desayuna en el Café Varela de Madrid, su refugio cuando visita la ciudad. Marino, profesor universitario, diputado autonómico y conselleiro de Cultura. Y escritor. Premio Blanco Amor, Nacional de Literatura, Premio Nacional de la Crítica, Premio Nadal. Sus libros han sido traducidos al inglés, italiano, chino, francés o ruso. A propósito de Fraga (sobre su amistad con el político) y A propósito de lo literario son dos últimos y recientes volúmenes, de corte memorialístico, publicados por Ézaro.
P. También es marido. Tres veces lo ha sido.
R. A mí me gustan mucho las señoras. Me gustaron siempre, desde pequeñito. Cuando era niño, me decían: “¿Qué quieres ser de mayor?”, y yo decía: “Marido”. “¿Marino?”. “No, no: marido”.
P. De usted dijo Francisco del Riego que no sabía estar.
R. Qué impacto me causó a mí leer eso porque es que no dijo más, sólo dijo eso. Y yo llegué a la conclusión de que realmente yo no sé estar.
P. ¿No sabe estar?
R. En determinadas circunstancias por supuesto que no: o me lleva la soberbia, o me lleva la vanidad. Yo creo que es más cuestión de soberbia. A mí me educaron diciendo que yo no era más que nadie, pero tampoco menos.
P. No es mala educación.
R. No sé qué decirte, porque cuando me tocan la vena… Tengo fama de un tipo cachazudo, tranquilo. Y lo soy, pero cuando hay cruce de cables, se jodió.
P. ¿Sigue teniéndolos con la edad?
R. Ahora más acentuados. A estas edades si no rosmas [protestas], ¿cuándo lo vas a hacer? Tengo 78 años, mi horizonte vital son cuatro o seis años más como mucho.
P. O diez, o quince.
R. No lo creo, pero ojalá. Chapa y pintura sí, pero el chasis ya está estropeado, el embrague ni te cuento.
P. ¿Algún problema de salud serio?
R. En el 2014 me tuvieron 21 días en coma inducido. Salí de allí después de cuatro planchazos. Diabético, hipertenso. Me quedan cuatro cosas así importantes. Este año noté el bajón y ahora ya estoy esperando a empezar a funcionar mal. Honestamente, yo quisiera vivir. Mi padre murió con 53 de cáncer. Seis añitos me venían bien por aquí, y si son 12 no hay problema, no vamos a discutir.
P. ¿Se arrepiente de haber entrado en política?
R. La viví desde niño. Oía a mi abuela decir “maldita la hora en la que dejé casar a mi niña con ese rojo”. Mi abuela era terrible. Llegué a identificar a mi padre con el padre del Lobito Bueno, que era malísimo. Cuando ya estaba enfermo y le hacían radiografías, me eché a reír al ver una. “¿De qué te ríes, cabrón?” y le digo: “De que no tienes rabo. Tu suegra me decía que los rojos tenían cuernos y rabo, y yo veía que cuernos no, pero rabo siempre tuve la duda”. Nos echamos unas risas y se murió a los pocos días.
P. Gana el Premio Nacional de Literatura por Xa vai o Griffon no vento.
R. 1986. La primera vez que el Nacional de Literatura se daba a una lengua distinta. Eso creo que propició que se pensase en mí como conselleiro de Cultura. Al salir de la Xunta me dieron el Grinzane Cavour a la mejor novela extranjera editada en Italia ese año. Y en 1991 me dan el Premio Nadal. Esa secuencia condicionó mi vida.
P. ¿Por qué?
R. Porque cuando tú vas a la barraca de las escopetas de balines a la feria, ¿a quién apuntas?: al conejo con las orejas más grandes. Y yo asomé demasiado las orejas.
P. La política no ayuda.
R. Cuando me hicieron conselleiro le pregunté a Juanito Corral, que había sido conselleiro con [Xerardo Fernández] Albor: “¿Qué es lo peor de ser conselleiro?” y me dijo: “Dejar de serlo”. Así que me dije: “Voy a ser más tiempo exconselleiro que conselleiro, esto hay que tomarlo alegremente”.

P. Estuvo dos años y gracias a una moción de censura [la ganaron en 1987 al PP las fuerzas de izquierda y nacionalistas con el PSOE a la cabeza].
R. Duró lo que duró. Hubiera durado más, pero desaparecieron unas sacas de votos de la inmigración que aparecieron cuando ya no podía ponérsele remedio.
P. Cuando usted gana el Nacional de Literatura…
R. Yo para Madrid era un escritor nacionalista. Miguel García Posadas decía directamente que yo era un escritor nacionalista, y nunca fui nacionalista, yo soy galleguista. Defiendo que Galicia es una nación cultural, políticamente es evidente que no lo es. Y que hay mucha gente que desearía que también lo fuese políticamente. Y están en su derecho de desearlo.
P. Y ahora..
R. Ahora es más fácil ser escritor de castellano en Barcelona que serlo en Galicia. Aunque está habiendo un cambio. Y además de en gallego, hay espléndidos escritores gallegos en castellano. Han publicado dos novelas extraordinarias Bibiana Candia y Juan Tallón. En castellano porque allí las editoriales se las rechazaron en gallego a alguno de ellos.
P. Usted escribe en las dos lenguas.
R. No voy a renunciar a ninguna. Estos días un autor conocido, no recuerdo quién, me decía: “Escribes en castellano y no te podemos leer”. ¿Tú crees que es posible? Escritores universitarios, con formación académica.
P. Una variante de lo personal es político.
R. Lo que manifestaba este hombre es el rechazo a leer en castellano porque es la lengua de dominación. A mí no me gusta negar la realidad, no asumirla. En Galicia hay bilingüismo: no será muy armónico, pero lo hay. Luego hay quien afirma que el castellano peligra en Galicia. Y yo me descojono porque el que peligra es el gallego. De los grandes problemas míos está el formular preguntas. ¿Se habla hoy más gallego o menos que hace cuarenta años? Se habla muchísimo menos. ¿Se habla mejor o peor gallego hoy que hace cuarenta años? Muchísimo peor. Luego algo se está haciendo mal. Y eso que se está haciendo mal no afecta al castellano, afecta al gallego.
P. Le llamaron traidor por presentarse al Nadal.
R. Años después en Pontevedra me dieron un premio al gran traidor a la lengua gallega. ¿Tú crees que se puede llamar desleal y traidor a un tío que lleva escrito más páginas en gallego que ningún otro? No fui a recogerlo. Yo hasta dudo que Otero Pedrayo haya escrito más páginas en gallego que yo, porque Otero Pedrayo no escribió por ejemplo durante veintitantos años un artículo diario en gallego, en La Voz primero, y en El Correo después.
P. Tiene fama de polémico, o sea de decir lo que piensa.
R. [Santiago] Jaureguizar dice que donde hay fuego echo gasolina. Me parece una idea muy bonita. Cuando hay un incendio en un monte, a veces lo que hay que hacer es provocar otro incendio para que cuando el fuego grande llegue a ese sitio ya esté quemado, y no pasa. Esa sería la gasolina que yo muy ingenuamente, por lo menos en el aspecto personal, practico.
P. Hay mucho desencanto en sus memorias.
R. Carlos Casares, que fue íntimo amigo mío, era parte de la Asociación de Editores. Pues reciben los editores una carta de Alemania para que designen a dos escritores que vayan a escribir a Alemania a una residencia especial. Y se pusieron a sí mismos, coño, Casares y Freixanes, directores de Galaxia y Xerais. Allá marcharon. Y eso yo lo tomo muy mal. El país nuestro es muy complicado.
P. ¿A qué se refiere?
R. Hace unos meses saltó la gran noticia de que había sido publicado un libro en castellano, en gallego, en euskera y en catalán al mismo tiempo. Es un triunfo editorial, algo que hay que aplaudir. Lo que pasa es que el libro es del director de Galaxia, Paco Castro. Si lo hubiese hecho para un escritor de la editorial y no para sí mismo sería muy plausible. Hay que tener un poco de vergüenza.
P. Su vida literaria fuera de Galicia.
R. Tengo que admitirme como soy: sobreviví como persona y como escritor en el extranjero. En Rusia yo llevo 11 títulos publicados. Lo que es el éxito, éxito, más en Rusia que aquí. Yo llegué al disparate de publicar una novela primero en ruso que en español y en gallego. Me pasó con el último premio que gané en Valladolid; esa novela llevaba dos años y medio en Xerais, y no la publicaban.

P. ¿Qué le dicen cuando eso no ocurre?
R. Dan largas. Esa novela la publicó Algaida, que es del grupo Anaya, y como Xerais es del mismo grupo tuvo que publicarla por fin. Pues esa novela se publicó primero en ruso, y se presentó en el aula magna de la Universidad de San Petersburgo y me dieron la bienvenida al seno de la madre Rusia de la literatura. Fue una cosa desproporcionada pero muy grata para mí, como comprenderás. Y ese es mi sino; yo he sobrevivido como persona y como escritor fuera. Han hecho congresos sobre mi obra en Texas, en Canadá. He dado tres cursos en Harvard. En Rusia hay una tesis doctoral dice que hay muy pocos escritores en el mundo que tengan diez novelas que se defiendan, y que yo soy uno de ellos. Lo que te alimenta el ego y la tranquilidad de que tu trabajo no es una pérdida de tiempo ni una estupidez yo lo he constatado más fuera que aquí. Antes del COVID tenía más conferencias y más jurados en Italia que en España, por lo tanto que en Galicia. Así que esto es un disparate. Antes me lo tomaba muy a pecho, ahora lo hago como si ya le pasara a otro.
P. No puede quejarse de popularidad en Galicia.
R. Sí, pero entre la gente. Porque en eso que se llama sistema literario gallego, no. En este libro cuento una conversación que tuve con una profesora universitaria que escribió un libro sobre literatura gallega. Cuando llega a mí, dice, más o menos textualmente, ‘Alfredo Conde escribió El Griffón y en los diez años siguientes siguió una trayectoria personal, literaria y política errática”. La invité a tomar un café. Hablamos muy educadamente. Y le dije: “Ah y, por cierto, en la historia esta dices eso. Un estudioso de la literatura gallega recién llegado lee eso sobre un autor llamado Alfredo Conde y en su puta vida va a preocuparse más del tema, pero si eso lo lee algún señor que sí me conoce pensará que eres una ignorante”. ¿Sabes qué me dijo? “Hombre, Alfredo, tienes que comprender que hablar bien de ti en determinados ambientes está muy mal visto”.
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Cultura
Cádiz y Perú, dos lugares unidos por el cajón flamenco

El idilio fue inmediato. El guitarrista Paco de Lucía oyó por primera vez un cajón en una fiesta del embajador de España en Perú, en 1977. De inmediato, entendió que ese instrumento de percusión que tocaba el famoso cajoneador, Carlos Caitro Soto mientras acompañaba a la cantautora Chabuca Granda, resolvía un problema del flamenco. “Nosotros habíamos usado siempre las palmas y no hay quien aguante dos horas haciendo palmas. Y el cajón era como los pies de un bailaor porque está el sonido de la planta y el del tacón”, contaba el guitarrista en EL PAÍS. Han pasado 46 años de aquello, aunque parezca que este instrumento peruano llevase toda una vida vinculado al flamenco. ”Lo distinto sería ahora ver a un grupo flamenco sin cajón”, ironiza Juan José Téllez, escritor y experto en la figura del músico, fallecido hace nueve años.
La celebración en Cádiz la semana que viene, del 27 al 30 de marzo, del IX del Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), después de que la situación política impidiese hacerlo en Arequipa (Perú), se ha convertido en una razón perfecta para homenajear a uno de los mejores ejemplos de esas historias de ida y vuelta que jalonan la cultura andaluza. Una hora antes del concierto inaugural de flamenco, titulado Tiempo de Luz —protagonizado por los artistas Carmen Linares, Marina Heredia y Arcángel—, en el Teatro Falla de Cádiz a las 19.30, se reunirán 64 participantes en una cajonada mestiza. La actividad, abierta a la participación ciudadana, estará dirigida por los percusionistas Guillermo García, El Guille, (España) y Mario Cubillas (Perú) y tiene garantizada una carga simbólica. “Desde Cádiz salieron muchas cajas de mercancías a América, llegaron allí y con seguridad se aporrearon como objetos cotidianos que sirvieron de primeros cajones. Luego volvieron transformados en un instrumento pensando y construido por un lutier”, resume Pepe Zapata, organizador del encuentro y responsable de Cajón Expo, una iniciativa para investigar y divulgar la figura de este instrumento de percusión con residencia en el Parque de las Ciencias de Granada.
Si la historia flamenca del cajón es reciente, es mucho anterior su bagaje como elemento de percusión plenamente estandarizado en la música peruana. Su origen está ligado a Chincha, una zona al sur de Lima con una destacada población de origen africano. Allí, a principios del siglo XVII, la Iglesia prohibió a los esclavos el uso de los tambores por considerarlos paganos y peligrosos. Sin ellos, cualquier elemento se convirtió en susceptible de ser un instrumento de percusión. “Se tocaba en una mesa, en una caja de fruta. Ocurre también con otros folclores que usan elementos cotidianos”, detalla Zapata. Hasta principios del siglo XX no se localizan las primeras representaciones iconográficas del cajón y hay que irse a 1969 para encontrar el momento en el que adquiere sus actuales proporciones y forma: 50 centímetros por 30 en el frontal y 25 centímetros de fondo.
“El poeta e historiador Nicomedes Santa Cruz (Lima, 1925-Madrid, 1992) viajó por muchos sitios investigando su origen. Fue él quien propuso unas medidas en un artículo de prensa como un estándar de construcción”, explica Zapata, que pertenece a la Asociación Cajonán, dedicada a la figura del artesano constructor del cajón. Con la cátedra ya asentada, Paco de Lucía se lo encuentra unos años después y lo trae a España de la mano de Rubem Dantas, el músico brasileño que aquel día de 1977 compartió este hallazgo con el guitarrista algecireño, que llegó a comprarle a Caitro el cajón con el que había tocado en la fiesta del embajador.
Solo quiero caminar y Como el agua (1981), de Paco de Lucía y Camarón de la Isla, respectivamente, son los primeros discos en los que Dantas introduce el cajón como parte de su percusión. “Fue algo fulminante. Su sonoridad sustituye a los dedos sobre una mesa”, apunta Téllez, que aún recuerda la impresión que le dio escuchar a Paco de Lucía y su grupo por primera vez en los años ochenta del pasado siglo. “Era un mundo nuevo, no solo era el cajón, era el uso de otros instrumentos en el flamenco, como el bajo. Todo muy insólito”.
Zapata prefiere usar la palabra “transculturación” para definir la simbiosis ocurrida entre el flamenco español y el cajón peruano: “Una cultura adapta o suplanta a la otra, como las capas. Todo nace de una mezcla”. En Perú declararon el instrumento oficialmente como patrimonio cultural de la nación en 2001, en un claro paso al frente de la reafirmación de sus orígenes. Mientras, en España ha seguido su propio curso y ha marcado la vida de percusionistas, como el jerezano Carlos Merino, capaz de identificar guiños de acá y de allá en la forma de usar el instrumento: “Hay muchos ritmos flamencos que aunque no sean iguales, pueden convivir con los patrones peruanos. Lo que aquí llamamos de una manera, allí es de otra, pero puede ser lo mismo”.
El cajón llegó por fin a las manos de Merino en una fiesta, en los años noventa, cuando apenas tenía “siete u ocho años”. De inmediato sintió la conexión que debieron de experimentar Dantas y De Lucía en aquel evento en Lima. Ahora él es uno de los expertos en Jerez, cuna del flamenco y una de las escuelas —junto a Madrid, Sevilla y Barcelona— que el percusionista enumera como los nodos esenciales de aprendizajes y estilos de este instrumento. Tan buena salud goza que Merino ya le atisba nuevos viajes a la caja, ahora hacia otras músicas: “Ya está en giras de Alejandro Sanz. Hay formatos acústicos donde se usa cajón en lugar de la batería. Está en todas las músicas”. Quién se lo iba a decir a esos comerciantes de Cádiz que siglos después sus cajas de mercancías iban a tener tan rítmico destino.
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Cultura
‘Retorno a Seúl’: la fascinación de la ola coreana en una historia de adoptados interraciales

Corea del Sur está tan de moda en Occidente que parece que todo lo que huela al país asiático tiene visos de convertirse en un éxito y, aún más, ser un referente de calidad. Y, sin embargo, no es así en modo alguno. No son pocos los gatos por liebre que nos ha colado la ola coreana tanto en cine como en música y televisión, pero por suerte no es el caso de la enigmática y envolvente Retorno a Seúl, película de autodescubrimiento personal acerca de la identidad que, de todos modos, aglutina una diversidad de orígenes tan rica, en lo extrínseco de la producción y en lo intrínseco de la historia en sí, que quizá sea esa complejidad la que provoque su fascinación global.
Por un lado, Davy Chou, su director, es un francés de 39 años, hijo de camboyanos emigrados a Francia inmediatamente antes de la llegada de la dictadura comunista de los jemeres rojos, y criado en el silencio y el desconocimiento sobre lo ocurrido en la tierra de sus padres. Por otro, la historia parte de la experiencia personal de una amiga del director, nacida en Corea y adoptada por un matrimonio francés, que siendo ya adulta volvió a Seúl para reencontrarse con sus padres, en presencia del propio Chou. Las vivencias personales, el propio interior y los deseos de comprensión se fusionan así en una obra marcada en la forma por las canciones de pop coreano que acompañan a la veinteañera protagonista, música delicada y cautivadora, y en el fondo por el contraste entre Europa y Asia con respecto a las tradiciones y a los modos de ser, de comportarse y de mirar el presente, el pasado y hasta el futuro.
Frédérique Benoît, que así se llama la chica, es asiática en lo físico, pero no puede ser más francesa, más europea, más directa, menos complaciente. Enfrente, una cultura que pudo ser la suya, que le acaba desordenando la existencia. Los modos reglados hasta la extenuación, de miradas esquivas y hasta sumisas de los orientales contrastan con su ímpetu, con su personalidad arrolladora. Y, lo mejor, ese proceso de búsqueda es narrado por Chou del modo más inesperado. Retorno a Seúl, pese a su base de folletín melodramático, huye siempre de lo obvio para terminar abrazando lo imprevisible Incluso en su narración elíptica, con dos saltos de unos cuantos años desde el primer encuentro con el padre, que lo que provocan es una sugerente incomodidad, marcada además por una profundidad de campo mínima que refleja la distancia entre la chica y sus orígenes.
Con el único obstáculo para el espectador de cierta ralentización del ritmo de la narración en la parte inicial del relato, a causa de las continuas traducciones entre los personajes —desde el francés nativo de la chica hasta el coreano que ni habla ni entiende—, la película de Chou comienza como una borrachera de alcohol y sexo entre jóvenes que puede llevar al cinéfilo hasta algunas de las primeras películas de Wong Kar-Wai, pero luego se desliza por caminos profundamente auténticos. Los de la incertidumbre de no saber quién se es ni hacia dónde se va, y la de no verse reflejada en el espejo de los suyos. El desequilibrio emocional de los adoptados interraciales, en un universo que no solo desconocen, sino que les hace sentirse en tierra de nadie.
Retorno a Seúl
Dirección: Davy Chou.
Intérpretes: Park Ji-min, Oh Kwang-rok, Kim Sun-young, Guka Han.
Género: drama. Corea, 2022.
Duración: 115 minutos.
Estreno: 24 de marzo.
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