Cultura
¿Demasiados países?

En esos días el mundo estaba lleno de países: 195 “estados soberanos” reconocidos. En 1920 eran 76: cien años después eran más del doble. Quizá lo más distintivo de la época era que, salvo muy contadas excepciones, cada territorio se preciaba de gobernarse a sí mismo según sus propias leyes y maneras: ese orden, que entonces se presentaba como lógico y natural, no había sucedido nunca antes en la historia.
Siempre había habido imperios, colonias, apropiaciones de tierras por poderes más o menos distantes. Y en esos días el mundo acababa de salir de otra versión de este sistema: la Edad Occidental, el largo lapso en que el Extremo Occidente europeo había ocupado buena parte de América, Asia y África. La última de las grandes descolonizaciones, la africana, tenía solo unas décadas. Quedaban todavía unos pocos enclaves —Guam, Hawaii, Malvinas, Gibraltar, Ceuta y Melilla, los territorios franceses de ultramar— pero eran parcelas ínfimas, restos anacrónicos. Lo cierto era que, por primera vez desde que habían empezado a formarse estados, unos 6.000 años antes, no había metrópolis que ejercieran su poder colonial sobre otros grandes territorios.
El país era entonces la unidad básica geopolítica del mundo —y habían proliferado inconteniblemente. No había nada más nuevo que los países. Solo siete seguían siendo como eran antes del 1800: Japón, Francia, Suiza, España, Portugal, Suecia, Estados Unidos. Todos los demás tenían dos siglos o menos y muchos recién cumplían 60 años, una docena 30 —pero parte del relato nacional consistía en presentarlos como entidades eternas, esencias inmutables. Y miles de millones de personas, desprovistas de referencia histórica, lo aceptaban: es probable que los siglos XX y XXI hayan sido la época en que el nacionalismo, basado en esa imagen, sirvió más y mejor a los diversos poderes para mantenerse y llevar adelante sus proyectos. Opacado el brillo de los dioses, fue el gran momento de las patrias.
Allí donde los hombres supieron pelear —durante milenios— por sus divinidades, sus reyes, sus jefes y caudillos, su grupo de dimensiones abarcables, la revolución francesa inauguró un período en que la nueva unidad simbólica era “la Nación”, la suma de sus ciudadanos. Así, todas aquellas causas y estandartes fueron reemplazados por lapatria, una entelequia que pretendía que los millones o cientos de millones nacidos dentro de las mismas fronteras compartían intereses naturales, naturalmente irrenunciables, y debían defenderse los unos a los otros contra los que no habían nacido allí. Pocas ideas derramaron tanta sangre como esta —que en 2020 todavía estaba en su apogeo.
Que —casi— todos los territorios fueran países formalmente independientes no significaba, por supuesto, que cada cual pudiera decidir por sí mismo su destino. En esos días el poder de las potencias globales se ejercía de maneras menos visibles, más sutiles, probablemente más eficaces, y la autonomía de los países pobres era, en muchos asuntos, más formal que real. En ese mundo de desigualdades, una de las más claras se establecía entre los tres o cuatro países todopoderosos y casi todos los demás —bajo la cobertura formal de la igualdad de derechos para todos. La primera línea de intervención de los países dominantes solían ser las relaciones políticas y económicas corrientes; cuando había algún conflicto aparecían las presiones y sanciones comerciales —que el país poderoso no solo ejercía sino que también hacía ejercer a sus aliados menores—; si estas no funcionaban, a veces recurrían a bombardeos, invasiones y demás violencias.

O, en el mejor de los casos, discutían sus diferencias en la gran asamblea mundial creada tras la guerra 1939-1945 para tratar de evitar esos derroches. La —pomposamente bautizada— Organización de las Naciones Unidas era un gran edificio en Nueva York donde los enviados de cada país se reunían a debatir ciertos problemas, se lanzaban inmejorables intenciones y, alguna vez, evitaron incluso algún conflicto armado —siempre que las decisiones comunes no contradijeran los intereses de las potencias hegemónicas.
Hacia 1960 los países que integraban las Naciones Unidas eran unos 80. Entonces empezaron a agregarse las nuevas naciones africanas, caribeñas y asiáticas descolonizadas; después llegaron Bangladesh, las ex soviéticas, las nuevas balcánicas y alguna más, hasta acercarse a las 200: la expansión del número de países fue casi comparable a la del número de personas (ver cap.1)
La cifra de países no era exacta porque unos pocos estaban en discusión, como Taiwán o el Vaticano, ni tenía sentido porque, más allá de las formalidades, la palabra “país” recubría situaciones tan diversas. ¿Cómo postular que China o la India, con sus 1.400 millones de habitantes, eran lo mismo que Nauru, con sus 10.000 o San Marino con sus 33.000?
La presencia de esos dos gigantes, cuyo tamaño no guardaba ninguna proporción con todo el resto, tendría sus consecuencias. Cada uno de ellos contaba cuatro veces más habitantes que el tercero en la lista, y entre los dos reunían un tercio de la población del mundo. El conflicto estaba servido.
Había otros cinco países que juntaban entre 350 y 200 millones de personas cada uno: la gran potencia saliente, Estados Unidos, y cuatro del llamado Tercer Mundo u OtroMundo: Indonesia, Pakistán, Brasil y Nigeria. Entre 200 y 100 millones había siete, bien variados: Bangladesh, Rusia, México, Japón, Etiopía, Filipinas y Egipto. Esta enumeración deja muy clara una verdad de perogrullo: que la población de un país no definía en absoluto sus características —porque países muy distintos tenían poblaciones semejantes.
En síntesis, solo 15 países tenían más de cien millones de habitantes y, de esos 15, ocho estaban en el extremo asiático, el Nuevo Centro (ver cap.11). Los otros siete eran tres africanos, tres americanos y Rusia. Otros quince países eran grandes —entre 100 y 50 millones de personas—; los 160 restantes tenían entre 50 millones y 10.000 personas.
Y, pese a las diferencias, el orden mundial del siglo XXI suponía que cada nación era un ente independiente, con autonomía para decidir sus propias leyes y maneras de vida y su gobierno. Los países eran, todavía, una forma muy eficaz de parcializar cualquier iniciativa: todas ellas se segmentaban por país, modernizar este país, cambiar este país, salvar este país. Como si no tuvieran la posibilidad de emprender nada o casi nada más allá de esas fronteras que se habían inventado.
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No solo la forma “país” se había impuesto en todo el globo; la enorme mayoría de esos países usaba los mismos sistemas de organización y de gobierno. Era el que habían iniciado más de dos siglos antes las revoluciones burguesas de Estados Unidos, Francia y Ñamérica. Durante el XX los países más establecidos habían llegado poco a poco a un modelo común, y los más recientes se armaron imitándolos: por primera vez desde la aparición de los estados casi todos compartían un formato semejante. Parece un dato menor pero no lo es: nunca en la historia los estados se habían parecido tanto los unos a los otros.
Describir esas formas puede parecer aburrido; es decisivo para entender la época. Cada estado-nación estaba constituido por un territorio, una población, un gobierno, una burocracia, unos cuerpos armados, una serie de actividades económicas basadas en la noción de propiedad privada. Las formas de gobierno podían variar y, en función de ellas, variaba también el grado en que los ciudadanos podían influir en la marcha de su país.
En general, los aparatos estatales se presentaban divididos en tres grandes bloques que, no por azar, se llamaban poderes: el “Poder Ejecutivo”, que incluía todos los organismos de gobierno, desde la presidencia hasta la última secretaría; el “Poder Legislativo”, que comprendía los parlamentos o congresos donde se elaboraban las leyes; y el “Poder Judicial”, que englobaba a los tribunales de justicia y su personal especializado.
Esa misma estructura, que funcionaba a nivel nacional, se replicaba en los niveles regionales y provinciales, consumiendo una cantidad muy notable de personas, recursos y energía. Los operadores de los dos primeros poderes se definían en elecciones más o menos libres, más o menos amañadas según los casos. En cambio casi todos los miembros del tercero eran nombrados por otros integrantes del mismo cuerpo, según un sistema de méritos y exámenes que nunca terminaba de excluir los acomodos personales y las alianzas políticas.
Los estados solían ser estructuras muy complejas que empleaban a millones de personas. La cantidad variaba mucho pero se puede calcular que, en el MundoRico, uno de cada cuatro o cinco trabajadores era empleado por un estado. Esto incluía, por supuesto, tanto a funcionarios y administradores como a maestros, policías, médicos, enfermeros, basureros, jueces, soldados, ferroviarios, investigadores, bomberos y un larguísimo etcétera. Así, los estados gastaban una parte significativa de los dineros del país para cumplir con sus obligaciones básicas. Entre ellas estaban la supuesta representación y realización de la voluntad de sus ciudadanos a través de sus estructuras de poder; su supuesta defensa ante las amenazas extranjeras que, en esos días, no solían aparecer; el supuesto cuidado de su salud, su educación, su vivienda, su seguridad; el supuesto control de las condiciones sanitarias, alimenticias, ambientales y demás contextos necesarios para la supervivencia general; la definición de esas reglas de convivencia llamadas “leyes” y su aplicación según los mecanismos de la “justicia”; el tan mentado “monopolio de la violencia”, que volvía más o menos ilegal cualquier uso particular.
Todos esos gastos de los estados se basaban en una prerrogativa decisiva: su potestad de cobrar “impuestos” a sus ciudadanos. O sea: de recaudar así el dinero supuestamente necesario para cumplir con todas sus funciones.
Los impuestos eran cantidades de dinero que cada estado reclamaba ante cualquier movimiento económico de sus súbditos, y solían ser un porcentaje de dicho movimiento. Podían ser indirectos: la parte que se apropiaba un estado cuando cualquier mercancía era vendida o comprada o cualquier servicio prestado o requerido. Podían ser directos: la parte que se apropiaba de lo que cada ciudadano cobraba por su trabajo o, incluso, de las propiedades, muebles o inmuebles, productivas o improductivas, que poseía. El tipo de impuesto que cada estado practicaba más y las proporciones que percibía definían sus características y eran objeto de las discusiones más encendidas.
Los impuestos indirectos eran considerados “regresivos”: le cobraban, en proporción, mucho más a los ciudadanos más pobres, que debían pagar sobre cada consumo la misma cantidad que los más ricos —y eso suponía una porción mayor de sus ingresos. Los impuestos directos solían ser considerados más “progresivos”, en la medida en que cobraban más a los que más tenían —y, en muchos países, sus proporciones aumentaban según aumentaban las sumas percibidas o poseídas.
El dinero de los impuestos era el capital con que contaban los estados para desarrollar sus actividades. Se suponía que esos impuestos servían para “redistribuir” de algún modo la riqueza: que parte del dinero de los que más tenían beneficiaba a los que menos al ofrecerles distintos servicios —educación, salud, seguridad, insumos varios, subsidios, pensiones— que no podrían obtener por sí mismos. La teoría estaba clara; la práctica, muchas veces no. Una parte importante de los ingresos por impuestos se gastaban en el aparato de los estados, que muchos veían como excesivo, o en inversiones que solo beneficiaban a los sectores con más poder en él.
Y los impuestos solían ser la herramienta que los políticos en el gobierno más usaban para favorecer a sus amigos —cobrándoles menos que lo debido— o para consolidar su poder. La forma más común consistía en utilizar el dinero recaudado para entregar dádivas a los más pobres, estableciendo con ellos lo que todavía se llamaba una relación de “asistencialismo clientelar”: el gobierno de turno —nacional, provincial, local— otorgaba esos dineros o bienes y, a cambio, esperaba que sus receptores lo apoyaran en elecciones, movilizaciones o lo que les pidiera.
Por otro lado, las diferencias en la capacidad de recaudar impuestos —y por lo tanto de gastarlos en sus políticas públicas— entre los países más ricos y los más pobres era otra de las desigualdades dominantes. La media global del gasto de cada estado rondaba el 45% de su Producto Interno Bruto, que era la cifra, por ejemplo, de Estados Unidos, Israel, Australia. Los países ricos de Europa gastaban algo más —entre el 50 y el 60— y los asiáticos bastante menos —entre el 40 y el 30%—. En la mayoría de los países africanos y los más pobres de América Latina, los estados gastaban menos del 20% de su PIB. Los estados más pobres no tenían los mecanismos, la credibilidad, el control necesarios para recaudar más, y no les alcanzaba para asegurar los servicios básicos que debían ofrecer.
Los mecanismos de cobro de impuestos eran múltiples. Los más ricos de los países pobres los evitaban con sus contactos y corruptelas, y los más ricos de los países ricos completaban esos mecanismos con legiones de abogados que aprovechaban los resquicios legales y la globalización para pagar lo menos posible (ver cap.13). Para defenderse —cuando querían defenderse— los estados usaban dos de sus prerrogativas principales: la administración de la justicia y el monopolio de la violencia.
En esos días, como siempre, la justicia era un concepto móvil: se llama “justicia” al conjunto de leyes y normas que una sociedad acepta en un momento dado. Esas leyes y normas siempre fueron el resultado de un pacto entre los distintos sectores de una sociedad, o sea: una expresión de las relaciones de fuerzas en cada sociedad en ese momento. El conjunto de esas leyes define lo que se puede o no se puede hacer en esa sociedad: un conjunto relativo, variable, con pretensiones de absoluto. Cada sociedad tiende a creer que su idea de justicia es algo ahistórico, inmutable, esencial, como los países, pero —como los países— no hay nada más variable: en Israel en tiempos de la Biblia era justo cobrarse ojo por ojo y matar a cualquiera que trabajara en sábado; en la edad media cristiana era justo obtener confesiones por tortura y meter la mano del reo en aceite hirviendo para ver si su dios lo absolvía. En esa Tercera Década, sin ir más lejos, era justo en ciertos países matar a pedradas a una mujer “adúltera” que, del otro lado de la frontera, en un país con otra justicia, no habría cometido siquiera una contravención. Pero en todo el mundo, entonces, la justicia consistía en sostener sin fisuras la propiedad privada y el castigo a quien la violara —ladrones, estafadores— y la “santidad de la vida humana” —siempre que los que eventualmente la profanaran no fueran “jueces” o soldados.
Para sostener su justicia cada país precisaba mantener un aparato, que también llamaban justicia: el conjunto de organismos, instalaciones y personal supuestamente dedicados a obligar a todos sus ciudadanos a cumplir sus normas.
Su punto débil eran las personas encargadas de gobernar ese aparato: esos personajes de carne y hueso llamados “jueces”. Se trataba, en la mayoría de los casos, de hombres y mujeres que habían llegado a sus cargos a través de un proceso largo de homogeneización mental y se creían merecedores de una serie de privilegios: en muchos países no podían ser removidos, recibían sueldos importantes, no pagaban impuestos. En algunos gozaban incluso de cierta reputación; en otros tenían fama de dejarse corromper con facilidad. Y, aún cuando no lo hacían, su papel era decisivo para bloquear cambios y renovaciones: la mayoría eran personas de talante conservador que usaban los textos de las leyes —siempre interpretables— para dar curso a sus prejuicios. Esa era, de hecho, la función principal del órgano superior del aparato judicial —Tribunal Supremo, Suprema Corte o como se llamara en cada país— compuesto por unos pocos señores —y poquísimas señoras— veteranos que, so pretexto de interpretar las leyes fundamentales, solía frenar las iniciativas de cambio que eventualmente presentaban los otros dos poderes de su estado.

El aparato judicial estaba formalmente separado de esos dos poderes. Pero en muchos países esa separación era ficticia y sus jueces eran particularmente sensibles a las sugerencias y presiones de los miembros del gobierno. Además, aquellos mecanismos de “justicia” favorecían sin duda a los litigantes y acusados más ricos. El sinfín de argucias leguleyas que cualquier juicio incluía hacía que, con frecuencia, los ganaran las personas que podían pagarse los mejores abogados —y los perdieran las que no. Por todas esas características, la confianza en “la justicia” había mermado tanto en muchos países que empezó entonces, como sabemos, la búsqueda de mecanismos nuevos.
Para que las decisiones de la justicia pudieran aplicarse, los estados debían recurrir, decíamos, a otro de sus privilegios básicos: el tan mentado “monopolio de la violencia”. Ya lo trataremos con detalle (ver cap.22): casi todos los estados tenían, entonces, su propio ejército profesional humano, que debía servirle para repeler cualquier ataque contra su territorio —y, eventualmente, lanzarlo contra enemigos externos. Y tenían también otros cuerpos armados humanos profesionales llamados policía —o guardia civil, guardia de finanzas, gendarmería, carabineros, etc.—, preparados para mantener el orden en el espacio público, dirigir el tráfico automotor y reprimir infractores, descubrir y arrestar delincuentes, atacar a enemigos del gobierno. Esos cuerpos armados tenían, en la mayoría de los países, reputaciones muy dudosas: se los solía acusar de corrupciones, colusiones con los malhechores u otras actividades delictivas (ver cap.23).
Casi todos los estados disponían, junto con sus policías visibles, de uno o más cuerpos “secretos” dedicados a contrarrestar cualquier intento de socavar la maquinaria de ese estado —o a inclinarla en determinadas direcciones. El control parapolicial de la ciudadanía era una función principal de los aparatos del estado. Y la desigualdad de recursos de esos estados en los países más ricos y más pobres solía producir, también, una desigualdad en las formas de control: los estados más ricos podían ejercer un control más “blando” gracias a su abundancia de medios e instrumentos y su manejo de datos permantentemente actualizados (ver cap.18), mientras que los más pobres, que no tenían esos recursos, ejercían un control más duro, más directo, físico.
La acción combinada de policías y tribunales producía la forma de castigo más habitual: el encierro. Tras milenios de correctivos muy variados —que, en general, se ensañaban con los cuerpos de los reos— hacía más de dos siglos que la mayoría de los castigos del sistema judicial radicaban en separar esos cuerpos del resto de los cuerpos del cuerpo social. Se llamaban “penas de prisión” y consistían en encerrar al condenado durante un tiempo previamente decidido por un juez en unos edificios enormes, donde cientos o miles de ellos se hacinaban en celdas pequeñas, con pocas comodidades y bastantes peligros. Esa idea de privación de la libertad era una exaltación de la libertad: no había peor castigo —salvo en los países que mantenían la pena de muerte (ver cap.23)— que ese encierro. Que tenía, para rematarlo, una extrañeza extra: los depósitos estaban separados por géneros, varones con varones, mujeres con mujeres, o sea que parte de la condena consistía en no convivir, durante años, con personas del “sexo opuesto”. En tiempos en que tantos grupos reclamaban la mezcla igualitaria de hombres y mujeres en todos los espacios e instituciones, a nadie se le ocurría pedirla en las cárceles, como si allí realmente no correspondiera.
Era una buena metáfora de las contradicciones de la época.
Próxima entrega 10. Tan poca política
Unas democracias anquilosadas, desdeñadas por muchos, se defendían de la ofensiva de otras maneras del poder —y buscaban su futuro.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS

‘El mundo entonces’ es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. ‘El mundo entonces’ será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.
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Cultura
La editorial de Agatha Christie reescribe algunos de sus libros para adaptarlos a “las nuevas sensibilidades”

Las novelas de Agatha Christie están siendo reescritas por su editorial, HarperCollins, para adaptarlas a las “sensibilidades modernas”, reveló este domingo el diario británico The Telegraph. Las referencias étnicas, insultos y lo que pudiera considerarse como lenguaje ofensivo se eliminará de los libros que recogen los misterios del inspector Hércules Poirot y Miss Marple. De esta manera, la obra de la escritora de misterio pasará por un tamiz similar al que ya se han sometido los libros de Roald Dahl o a las aventuras de James Bond escritas por Ian Fleming.
Por el momento, se ha dado a conocer que se han eliminado o reescrito pasajes enteros de los libros protagonizados por Poirot y Miss Marple, obras escritas entre los años veinte y setenta del siglo pasado. El objetivo, según recoge The Telegraph, es despojarlos del lenguaje o las descripciones que “los lectores más modernos pudieran considerar ofensivos”. Para ello, se ha creado una comisión de “lectores sensibles” que han analizado las obras lanzadas a partir de 2020 y aquellas que vayan a ser publicadas.
Esta comisión ha decidido eliminar referencias étnicas como por ejemplo la descripción de personajes como negros, judíos o gitanos. Tampoco se volverá a comparar el torso de una mujer con “el mármol negro”, ni se podrá incluir decir que un juez tiene “el temperamento de un indio”. Desaparecen también términos como “oriental” y la palabra “negrata”. A los nativos a partir de ahora se les llamará locales. Monólogos enteros de Marple y Poirot han sido modificados. Entre las obras que han sido modificadas, The Telegraph destaca Muerte en el Nilo de 1937, en la que el personaje de Mrs. Allerton se queja de un grupo de niños que la están molestando, diciendo: “Vuelven y miran, y miran, y sus ojos son simplemente repugnantes, y también sus narices, y no creo que realmente me gusten los niños”. Ahora se puede leer: “Vuelven y me miran y me miran. No creo que me gusten los niños”. En el caso de Misterio en el Caribe, de 1964, Miss Marple ya no describe a uno de los trabajadores del hotel como “un hombre con bonitos dientes blancos”.
HarperCollins, de acuerdo con The Telegraph, ha creado nuevas ediciones de todas las aventuras de Miss Marple, así como de una selección novelas de Poirot. En 2020, en Francia y en España se modificó el título de su libro los Diez negritos. En el país galo el libro se llama Ils étaient 10 (Eran 10). No es solo un cambio de título, se trata de toda una traducción revisada en el interior. Hemos tenido que adaptar el contenido del libro al cambio de título: la isla del Negro se convierte, como en la edición estadounidense, la isla del Soldado”, explicó entonces Beatrice Duval, directora general de Livre du Poche que, al igual que la editorial Le Masque, publica las obras de Christie en Francia. Esta última precisó en un comunicado que la decisión no fue suya sino de la familia de Christie y que ellos se han limitado a “alinearse con las ediciones inglesa, estadounidense y todas las otras traducciones internacionales”.
Los cambios en los textos originales de Roald Dahl realizados por su editorial y el organismo que gestiona su legado en pos de un mensaje más inclusivo levantaron una gran indignación global el pasado febrero que ahora con esta decisión reviven. Entonces hubo quejas de escritores como Salman Rushdie: “Roald Dahl no era ningún ángel, pero esto es una censura absurda”. O de miles de lectores, en redes sociales o columnas de opinión. O las palabras del mismísimo primer ministro británico Rishi Sunak, a través de un portavoz: “Es importante que las obras literarias y de ficción se conserven y no se retoquen”. Las modificaciones se cuentan por cientos, la mayoría relacionadas con asuntos como el peso, el género, la salud mental, la violencia o la raza, con el objetivo de ser respetuosos con todas las sensibilidades, y afectan a las novelas más célebres del autor, de Matilda a Charlie y la fábrica de chocolate, pasando por Las brujas. El escritor, como le sucede a Agatha Christie, no puedes opinar sobre el asunto, porque ambos están muertos. La compañía Agatha Christie Limited, dirigida por el bisnieto de la autora James Prichard, gestiona los derechos de sus obras para literatura y cine y por el momento no se ha pronunciado.
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Cultura
‘La violación de Lucrecia’: un gran Nebra pero para ‘dummies’

José de Nebra resucitó enano, en 2016, en el Teatro de la Zarzuela. La recuperación de Iphigenia en Tracia (1747) se comprimió entonces en poco más de una hora y cuarto sin descanso. Una sucesión de números musicales, alternados con lecturas de las Ifigenias de Eurípides y Goethe por una voz en off, que sustituían los declamados del libreto de Nicolás González Martínez. Una trama incomprensible que extirpaba de la acción a todos los personajes que no cantaban. Y una escenografía demasiado estática, a la que se unió un reparto vocal muy desigual y una dirección musical poco lustrosa ante una orquesta no especializada.
Casi siete años después, el teatro de la madrileña calle Jovellanos lo ha intentado de nuevo con la zarzuela Donde hay violencia, no hay culpa (1744). La partitura recuperada vuelve a ser de Nebra y el libreto de González Martínez, ahora basado en la historia de la violación de la patricia romana Lucrecia, a partir de Tito Livio. Una partitura donde se combinan idealmente elementos hispanos e italianos, de seguidillas y coplas con recitativos y arias. Y un libreto salpicado de versos con avanzadas ideas ilustradas contra la tiranía y en favor de la igualdad entre hombres y mujeres.
Pero se ha preferido volver a suprimir todos los declamados del libreto de González Martínez y prácticamente todos los personajes que no cantan. Han desaparecido seis de los once integrantes de la acción, aunque el malvado violador Sexto se reduce a un figurante. Y tan solo vemos en escena los cuatro papeles con números musicales: la propia Lucrecia, su criada Laureta, su enamorado Colatino y Tulia, la hermana de este. No obstante, en lugar de voces en off con alocuciones de Tito Livio y Shakespeare, se ha optado por encargar a Rosa Montero una nueva versión de los declamados del libreto. La escritora ha creado una narradora omnisciente, una suerte de Lucrecia actual, a la que denomina Espíritu de la leyenda de Lucrecia. Una actriz, que explica los detalles de la trama, los reinterpreta en clave feminista e interactúa con los personajes.
Montero es una grandísima novelista, pero no una dramaturga. Y sus intervenciones narradas entorpecieron, una y otra vez, la tensión dramática de la zarzuela, con su característica alternancia entre declamación versificada y canto. Esa Lucrecia moderna, a la que daba vida la actriz Manuela Velasco, elevó un poco la temperatura dramática en la segunda jornada. Pero en la primera lo pueril de sus razonamientos e imprecaciones contra el patriarcado nos hicieron sentir a muchos en una especie de concierto didáctico escenificado. Otro problema fue el personaje del malvado Sexto, que representó el actor Borja Luna, reducido a exhibir su cuerpo, fumar, silbar, gritar, esnifar cocaína, meter mano y violar, pero sin ninguna intervención hablada que le permitiese construir un personaje y crear conflictos dramáticos.
El remate de la intervención de Montero fue el añadido de dos clímax inexistentes en la zarzuela original. Me refiero a las escenas de la violación y del suicidio de Lucrecia. Fueron dos momentos muy efectivos y bien resueltos escénicamente, aunque completamente alejados del espíritu de este género dieciochesco. El director de escena Rafael R. Villalobos ha trabajado muy duro para conectar las narraciones de Montero con la zarzuela de Nebra y González Martínez. Lo hace aportando abundante movimiento escénico, algunos destellos en la dirección de actores y un bello vestuario. Y se vale, además, de la siempre interesante escenografía de Emanuele Sinisi: ruinas y escombros romanos presididos por la Lapsus Lupus, la famosa fotografía de Luigi Ontani que actualiza la loba capitolina, en la primera jornada, y el entorno doméstico presidido por la bañera de Lucrecia, en la segunda.

Pero lo mejor de esta producción volvió a ser la música de Nebra. Esta vez se contó con un grupo de instrumentos de época, Los Elementos, con su creador, el joven contratenor Alberto Miguélez Rouco, a la dirección y el clave. Su imaginación musical para hacer sonar esta partitura de Nebra fue admirable, a pesar de puntuales desajustes y alguna fanfarria imposible. Escuchamos desde el foso toda la brillantez dramática que faltó sobre el escenario, con una dirección y un acompañamiento lleno de chispa y variedad en el uso del tempo, la dinámica y el carácter. Quizá sobró la música creada por él mismo, como la sinfonía inicial. No obstante, sus decisiones de hacer todas las repeticiones con variantes en las arias y de añadir fragmentos adicionales escritos por Nebra (para las reposiciones de 1748 y 1753) fueron muy acertadas.
Su interpretación de la primera jornada fue en ascenso y los mejores momentos musicales se concentraron en la segunda. Por ejemplo, la viveza que aportó en las seguidillas fue admirable, y especialmente en Los halagos se mezclan con los martirios, que asignó a Tulia, en lugar de a Octavia en la reposición de 1748. Aquí pudimos disfrutar del tono esmaltado de la soprano valenciana Marina Monzó que fue la gran triunfadora de la noche. Su poderosa interpretación del recitativo y aria de la segunda jornada, Huye de mí / Ya, afecto mío, fue lo mejor y más aplaudido de toda la zarzuela. Resultó bien la dramática Lucrecia de la catalana María Hinojosa Montenegro, en su aria final ¡Mi fiera mano airada!, a pesar de su excesivo vibrato fuera de estilo. La mezzo Carol García aportó empaque y musicalidad a la bella aria de Colatino, Corderilla atribulada. Y Judit Subirana fue una aceptable Laureta, aunque con poca gracia. Su divertida aria Si a casa va el majo fue bruscamente interrumpida por la violenta y terrible escena inventada aquí de la violación de Lucrecia. Nos quedó bien claro que la música de Nebra es un simple adorno, algo superfluo.
‘La violación de Lucrecia’ (o ‘Donde hay violencia, no hay culpa’)
Música de José de Nebra.
Libreto de Nicolás González Martínez versionado por Rosa Montero.
Con María Hinojosa Montenegro (soprano), Marina Monzó (soprano), Carol García (mezzosoprano), Judit Subirana (mezzosoprano). Manuela Velasco (actriz) y Borja Luna (actor).
Los Elementos. Dirección musical y clave: Alberto Miguélez Rouco. Dirección escénica: Rafael R. Villalobos.
Teatro de la Zarzuela, hasta el 1 de abril. Madrid
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Cultura
García Márquez desbanca a Cervantes como autor más traducido del español en el siglo XXI

El boom de la novela latinoamericana, con la publicación de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en 1967, provocó unas ondas expansivas en la literatura que han aupado al premio Nobel colombiano como el más traducido del español a otros idiomas si tomamos el periodo entre el año 2000 y 2021. Es una de las conclusiones del primer gran Mapa de la Traducción Mundial del Instituto Cervantes, que adelanta en primicia EL PAÍS. Se trata de un rastreo por las obras y autores en español vertidos a una decena de idiomas que arranca en 1950 y finaliza en 2021. Si se toman esas siete décadas en su conjunto, Miguel de Cervantes sí es el primero, con 1.386 traducciones, seguido precisamente de García Márquez, con 1.270, e Isabel Allende en tercer lugar (861). El cuarto es Borges (768), siguen Mario Vargas Llosa (765) y luego dos poetas, Federico García Lorca y Pablo Neruda. Carlos Fuentes, Arturo Pérez-Reverte y Carlos Ruiz Zafón completan los 10 primeros puestos.
En lo que respecta a este siglo, el Cervantes apunta sobre el liderazgo de García Márquez que se trata “de la tendencia que se ha visionado”, a falta de las cifras concretas. Por detrás de él aparecen Isabel Allende, Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa, un claro predominio latinoamericano. El primer español es el propio Cervantes, al que siguen, en sexta posición, Carlos Ruiz Zafón y Arturo Pérez-Reverte. Completan los primeros puestos dos chilenos, Luis Sepúlveda y Roberto Bolaño, y otro español, Javier Marías.
Este Mapa de la Traducción, que cuenta con la participación del Laboratorio de Innovación en Humanidades Digitales de la UNED y la colaboración de la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, del Ministerio de Cultura, se va a presentar el próximo miércoles, 29, en el IX Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), que se celebra en Cádiz del 27 al 30 de marzo, la cita a la que acuden miembros de las 23 academias del español en el mundo junto a filólogos, escritores, artistas… organizado por el Cervantes, la Real Academia Española (RAE) y el Ayuntamiento de Cádiz. La directora general del Libro y Fomento de la Lectura, María José Gálvez, destaca del Mapa, por correo electrónico, “la traducción de los autores del boom yla incorporación a los más traducidos de autores como Marías o Pérez- Reverte”. El Mapa se centra en 10 idiomas: inglés, francés, alemán, italiano, portugués, sueco, ruso y, fuera de Europa, árabe, japonés y chino. Sus responsables señalan que está previsto próximamente que se incorporen más lenguas.
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De la gran posibilidad de datos que ofrece, podemos poner la mirada desde 1950 y fijarnos solo en mujeres escritoras. Tras la chilena Isabel Allende están María Isabel Sánchez Vergara, autora barcelonesa de libros infantiles, de gran éxito por sus biografías ilustradas, con 323; por delante de Santa Teresa de Jesús, con 268; la mexicana Laura Esquivel y la cubana Alma Flor Ada, que ha escrito sobre todo obras para niños, ambas empatadas a 112 traducciones, y las españolas Anna Llimós Plomer, también del mundo infantil, con 108, y Almudena Grandes, fallecida en noviembre de 2021, con 102 versiones.
Este informe “es una forma de descubrir la biblioteca de las comunidades interesadas por la cultura en español en todo el mundo”, dice la directora de Cultura del Cervantes, Raquel Caleya. Una herramienta que “será de utilidad para escritores, traductores, editores, libreros, lectores…”. Gálvez añade que “se va a contar con una información que hasta la fecha no se tenía y que permitirá tomar decisiones más eficientes, bien desde el ámbito público, bien desde el privado”. La web, diseñada por la empresa Prodigioso Volcán, presenta los siguientes apartados: Obras más traducidas del español, Lenguas más traducidas por años, Autores más traducidos del español, Mapa de las ciudades que más obras editan y Los traductores que más traducen. Además, dispone de un buscador.
Caleya explica que este proyecto conectará a los usuarios con “los casi 300.000 registros bibliográficos procedentes de la gran base de datos del consorcio OCLC WorldCat, que contiene 517.963.343 de registros bibliográficos en 483 idiomas”. Esa es la fuente de la que procede el Mapa, “una base de datos única por su tamaño y que facilita la identificación y acceso a las colecciones bibliotecarias desde cualquier parte del mundo”. “Además, se enriquece constantemente con información nueva y corregida”.
En ese mar de datos se pueden entresacar otras conclusiones: por ejemplo, entre 2000 y 2021, el inglés domina con claridad como la lengua favorita para traducir obras en español, con 45.547, más del doble del segundo idioma, el francés, con 21.375. La tercera posición es para el alemán (11.837) y la cuarta para otro idioma europeo, el italiano (8.970), pero seguido ya de cerca por el chino (8.232). Para Gálvez, “es importante mantener el sistema de ayudas públicas a la traducción a lenguas extranjeras para llegar allí donde el sector privado no pueda llegar”.
Si escogemos títulos desde 1950, el Quijote es imbatible, traducido en 1.140 ocasiones. La obra maestra de Cervantes se sitúa además desde 1950 como la más traducida en el 49% de los años. Le sigue a muy larga distancia Cien años de soledad (265). El Nobel colombiano coloca otra novela en tercera posición, El amor en los tiempos del cólera (158).
El Mapa proporciona asimismo las obras preferidas en los diferentes idiomas del estudio. Así, en inglés lidera don Quijote, con 401 traducciones; le sigue un título inesperado, las crónicas de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, del conquistador Bernal Díaz del Castillo, con 98; por encima de Cien años de soledad, que tiene 91. En alemán vuelve a ganar el caballero de la triste figura, con 136 traducciones, seguido muy de lejos por Cien años de soledad, con 28; y Oráculo manual y arte de prudencia (21), un clásico del XVII, de Baltasar Gracián.
En árabe se repite el dúo don Quijote, 28; y Cien años de soledad, 13, y aparece La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela (9). Más al Oriente, en chino el preferido es también Don Quijote (46), pero esta vez el segundo puesto es para otra obra que hará abrir los ojos, Introducción del símbolo de la Fe, del dominico del siglo XVI fray Luis de Granada, con 5; quien además aparece tercero con otro volumen suyo, Guía de pecadores, también con 5. En ruso vuelve el estándar, Quijote (79 traducciones); Cien años de soledad, 37, y otra obra del boom, Rayuela, de Julio Cortázar, con 9.
A la vez, hay datos que llaman la atención si retrocedemos hasta esa década de los cincuenta del siglo pasado, como la presencia en cuarto lugar de Camino, la obra capital de Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, publicada en 1934, con 142 traducciones, fruto de una España nacionalcatólica. O, de nuevo, Oráculo manual y arte de la prudencia, convertido a otros idiomas en 116 ocasiones. “Es ese tipo de libros, como El Príncipe de Maquiavelo, que es un best-seller empresarial, tras su edición en Estados Unidos, en los noventa, tuvo un auge entre emprendedores o ejecutivos en la sociedad de negocios de ese país”, apunta Caleya. Completan hasta el décimo lugar: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo;las Novelas ejemplares, de Cervantes; La vida es sueño, de Calderón de la Barca; La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, y La Celestina, de Fernando de Rojas También está la opción de fijarse en fenómenos más recientes. Ahí destaca precisamente La sombra del viento, que se publicó en 2001 y ya tuvo 20 traducciones en 2004 y 18 en 2005.
El informe elaborado por el Cervantes agrega que la década de 1990 a 2000 ha sido en la que se tradujo el mayor número de libros del español desde 1950. Siempre con el inglés y francés como idiomas más representativos, en 1950 el primero comprendía el 63% de las traducciones y en 2020 mantenía el liderato, pero con el 50%, una leve caída. En esas mismas décadas, el italiano, por ejemplo, se ha triplicado, del 4% al 12%. “El número de traducciones editadas desde 1950 ha ido creciendo hasta 2005, desde entonces ha experimentado un ligero descenso”, apuntan los autores. En estas siete décadas hay un hito, el año 1968, el que suma más traducciones. “Es por el boom de Cien años de soledad”, indica Caleya. Aunque ha habido otro momento crucial, 2003. “Es una etapa previa a la gran crisis económica. Ese año hubo un 20% de crecimiento de las traducciones debido al impulso de la edición digital. El libro electrónico ha supuesto un aumento de ediciones y lectores”, subraya el estudio.
Entre tanto dato, merece la pena detenerse en las personas que hacen posible que un berlinés pueda disfrutar del sofocante universo limeño de Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa: los traductores. Dos nombres son los que más obras han llevado a otras lenguas: Rosa Zubizarreta y Chris Andrews. La primera, autora de libros infantiles, tiene 48 traducciones, todas al inglés. El segundo, 42 traducciones (39 de ellas al inglés). Este poeta australiano, nacido en 1962, ha tenido entre sus autores predilectos al argentino César Aira y al chileno Roberto Bolaño. A ambos les siguen tres mujeres más: Bernice Randall (28), todas al inglés, Katherine Silver (27, al inglés). En quinto lugar, la traductora Elisa Amado, con 21 obras.
Tratándose de un Mapa, por último, merece la pena echar un vistazo a la información de las ciudades más traductoras de obras en español: en cabeza, Nueva York, con el 15% del total; le sigue París, con el 11,4%, Río de Janeiro, 9,03%, y Londres, con el 6,7%. Pasada la crisis mundial por la pandemia, la directora general del Libro apunta que el tiempo de la covid “trajo más lectores y con ello una mayor necesidad de libros y, por lo tanto, de traducciones”.
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