Cultura
Descubierto en una estela funeraria en Granada un nombre propio romano que significa “cuidador de cerdos”
En julio de 2020, un agricultor de Domingo Pérez (Granada), 50 kilómetros al norte de la capital, araba con un tractor en el campo cuando se encontró con una piedra que resultó ser una estela funeraria, el monolito en el que los romanos escribían los nombres y otros detalles sobre las personas enterradas en el monumento funerario que por lo general había debajo. En este caso, se trataba de una lámina de piedra caliza con 12 líneas de texto que quedó guardada para su posterior restauración y estudio en el Museo Arqueológico de Granada. En 2020, Eva Morales Rodríguez y Ángel Padilla Arroba, profesores e investigadores del Departamento de Historia Antigua de la Universidad de Granada, acometieron la tarea sobre una pieza que, entre otros datos, muestra seis nombres, tres de hombres y tres de mujeres. La sorpresa surge en la tercera línea, con el nombre de Quinto Pomponio Subulcus. La tercera palabra, Subulcus, es el cognomen, el nombre empleado de forma cotidiana para llamar a una persona y que podía estar relacionado con su oficio. Nunca antes se había documentado Subulcus como nombre propio, aunque sí existen referencias de su uso para denominar una profesión, cuidador de cerdos o porquero.
La estela funeraria está fechada, explica Padilla, entre el siglo I y II, se encuentra en “aceptable estado de conservación, aunque con algunos desperfectos” y tiene un tamaño de 64 centímetros de alto, 40 de ancho y 17 de profundidad. De las 12 líneas, algunas muestran erosiones o están incompletas, aunque ofrecen datos interesantes. De la última, sin embargo, solo aparece “el ápice de lo que pudieron ser las dos primeras letras de la misma”, explican los expertos, que creen que ese texto perdido reflejaría “la fórmula dedicada a indicar las dimensiones del monumento funerario donde se encontraba la inscripción o, quizás, el nombre de quien se encargó de sufragar el monumento”.
Los nombres romanos, detalla Padilla, están formados por tres términos. Praenomen, el nombre propio o de pila, usado solo por los más cercanos; nomen, nombre de la familia a la que se pertenecía, y cognomen, apelativo por el que se llamaba habitualmente a la persona y que, en ocasiones, correspondía a características físicas o la profesión de cada uno. En el caso de las mujeres, lo habitual eran solo dos términos, sin el nombre de pila. Pero los nombres romanos ofrecen mucha más información de la que se puede imaginar. Por ejemplo, gracias a ellos, Padilla y Morales han podido determinar que los seis enterrados en Domingo Pérez eran libertos, antiguos esclavos liberados. Además, al menos cuatro eran de la misma familia, de los Pomponia.
El personaje más relevante de los seis, al menos desde el punto de vista de la historiografía, es Quintus Pomponius Subulcus. Subulcus, explican los investigadores en un artículo que se publicará a final de año en la revista Epigraphica, es una palabra que aparece recogida por Isidoro de Sevilla en sus Etimologías con el significado de porcorum pastor (porquero). En ese caso, es un nombre común, la descripción del trabajo de una persona, pero no su nombre propio. Ninguna de las compilaciones o repertorios onomásticos publicados lo recogen con este sentido.
Padilla explica que este hombre, de 50 años, según la piedra, fue originalmente un esclavo llamado así, Subulcus, porque se dedicaba a cuidar cerdos. Los esclavos, que mientras lo eran solo tenían un nombre, el que les ponía el dueño, adoptaban el patrón romano habitual de los tres términos al convertirse en personas libres, una gracia que les concedía el dueño. En el caso de Subulcus, añade Padilla, adoptó el praenomen y el nomen de su exdueño, Quinto Polonio, y mantuvo su apelativo de esclavo, convirtiéndolo así en nombre propio, documentado ahora por primera vez.
La investigación ha dejado datos interesantes también sobre los otros miembros de la familia. El segundo nombre que aparece, Voconia Clara, probablemente otra liberta, tiene también algo especial, pues es la primera mención documentada en la Bética de un miembro relacionado con esta familia, aunque sí lo está en otros territorios hispánicos. El tercer nombre, Quinto Pomponio Clarano es, “posiblemente, dada la diferencia de edad y a pesar de que no lo exprese en la inscripción un hijo más que un hermano” del protagonista de la historia, y al igual que él, “un liberto”.

Otra de las inscritas en la estela funeraria es Sempronia Lalema, relacionada con una de las familias más importantes de Roma, cuya presencia en Hispania está contrastada desde los primeros momentos de su expansión por los territorios peninsulares, aunque es su primera mención en Granada. Este nombre es una de las señales de que los enterrados fueron esclavos en su origen. Padilla señala que “en estos casos, el tercer elemento del nombre tenía procedencia griega u oriental, porque era allí donde estaban los grandes mercados de esclavos”. Lalema es de origen griego y se refiere a una persona “habladora” o “charlatana”.
Tras el descubrimiento del agricultor no se han realizado nuevas investigaciones en la zona. Podría ser que la piedra estuviera allí porque alguien la hubiera llevado desde su sitio original para darle un nuevo uso, pero Eva Morales cree posible que ese fuera su sitio original. “Perfectamente, podría estar adscrita a un monumento funerario que aún esté allí”. Por lo tanto, se podrían encontrar allí los enterramientos de esta familia Pomponia. Mientras tanto, como dice la transcripción en la última línea legible (entre paréntesis lo que han completado los investigadores): h(ic) s(iti) s(unt) s(it) vob[(is) t(erra) l(evis). “Aquí están enterrados. Que la tierra les sea leve”.
Transcripción de los investigadores
D(is) M(anibus) S(acrum)
Q(uintus) Pomponius
Subulcusan(norum) LV
V oco(nia) C(ai) l(iberta) Clara
an(norum) XXXV
Q(uintus) Pomponi(us) Cla
ranus an(norum) XXIII
[Po]mponiaQ(uinti)l(iberta)Optataan(norum) LX
[Se]mpro(nia) Lalema an(norum) XXXV
[P]ompon(ius) Princeps an[—]
h(ic) s(iti) s(unt) s(it) vob[(is) t(erra) l(evis)]
Traducción
Consagrada a los Dioses Manes. Quinto Pomponio Subulco, de 50 años; Voconia Clara, liberta de Cayo, de 35 años; Quinto Pomponio Clarano, de 23 años; Pomponia Optata, liberta de Quinto, de 50 años; Sempronia Lalema, de 35 años; Pomponio Príncipe, de ? años, aquí están enterrados. Que la tierra os sea leve.
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Cultura
Mar García Puig: “A las políticas nos siguen tratando de histéricas”

Mientras el país contaba escaños, Mar García Puig (Barcelona, 45 años) contaba contracciones. Una noche de 2015, la filóloga catalana, entonces editora de Seix Barral, se convirtió a la vez en madre de gemelos y diputada por En Comú Podem. La alegría no duró demasiado. A la mañana siguiente, empezó a sufrir un brote psicótico del que todavía se recupera. Lo cuenta en un brutal debut como escritora, La historia de los vertebrados (Random House), donde la actual portavoz de la comisión de Cultura en el Congreso relata su historia y la de otras mujeres que sufrieron “locura posparto”, de la reina Victoria a la poeta Sylvia Plath.
Pregunta. La mañana posterior a su parto, enloqueció. ¿Cómo se lo explica, casi ocho años más tarde?
Respuesta. El mundo tal y como lo conocías desaparece. Como madre, históricamente tienes el papel de ser la persona fundamental para esos dos seres, con lo cual no te puedes morir. Mis hijos, que eran especialmente vulnerables, que salieron como a medio hacer, dependían de mí: de que tuviera leche o no, de que los tuviera en brazos o no, de que vieran en mi rostro una sonrisa o no. Empecé a sentir ansiedad e hipocondría. Dicen que la cara de la madre es la imagen de su mundo. Y eso supone una presión increíble.
P. ¿Tenía algún antecedente?
R. Tenía todos los números para que esto pasara: algún episodio de ansiedad, un tratamiento por infertilidad, un embarazo de riesgo y un historial familiar, porque mi tío se suicidó y mi padre sufrió una depresión crónica. Era una bomba de relojería. Me acabó estallando en la cara.
P. Evita llamarlo “depresión posparto”.
R. No me gustan las etiquetas, aunque a veces te tranquilizan porque ves que es un mal compartido y que entra dentro de una cierta normalidad. La etiqueta puede dar consuelo, pero también medicaliza males que no solo son médicos, que también tienen un componente humano, cultural, filosófico e histórico que se desdibuja cuando los encierras en la nomenclatura médica o psiquiátrica.
P. ¿Cómo salió de esta?
R. Gracias a la sanidad pública, a una red familiar y al hecho de investigar en la vida de otras mujeres que vivieron lo mismo en los últimos siglos. Me sentí parte de una hermandad de locas, que no pudieron dejar un testimonio pero que sobreviven en miles de historiales médicos. Eso me aligeraba un poco la culpa y le daba cierto sentido a mi experiencia, aunque hubiera preferido no tener que vivir esto.
“El papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir. Si desfallecía, las consecuencias podían ser trágicas para mis hijos”
P. Compara a las parturientas supuestamente histéricas del siglo XIX con los soldados enloquecidos de la Primera Guerra Mundial. ¿Viene a ser lo mismo?
R. La teórica Elaine Showalter compara estar atrapado en el espacio bélico con estar apresado en el espacio doméstico. En la Primera Guerra Mundial llevó tiempo reconocer que los militares se habían vuelto locos. Se creyó que tenían microlesiones cerebrales que la metralla les había provocado, como si fueran heridas invisibles para la ciencia. A las mujeres, en cambio, las metían en un manicomio.
P. ¿Usted se sentía en guerra?
R. Yo sentía que el papel de madre implicaba una heroicidad con la que tenía que cumplir, porque si desfallecía un solo segundo eso podía tener consecuencias trágicas para mis hijos, igual que el descuido de un soldado puede ser catastrófico para su nación. Y, confesémoslo, también para la imagen que yo proyectaba como madre, que es otra presión adicional.
P. Precisamente, una de las preguntas más vertiginosas que se hace el libro es si la locura femenina es fisiológica o cultural, si se trata de una cuestión de medicina o de misoginia.
R. Hay factores sociales conducen más fácilmente a las mujeres a la locura, como una mayor precariedad, el maltrato, la incomprensión de su entorno o la obligación de dar cuidados, esa responsabilidad sobre las vidas de nuestros mayores y pequeños, que hace que te asomes constantemente a la enfermedad y a la muerte. Pero las estadísticas también demuestran que, cuando el paciente es mujer, cualquier síntoma de malestar es más interpretable bajo el prisma de los nervios o de la ansiedad que cuando es un hombre. Hay estudios que dicen que a las mujeres se las medica más.
P. Escribe que la medicación no tuvo ningún efecto. Entonces, ¿por qué la sigue tomando?
R. Jamás he notado un solo efecto, pero yo no soy médico. Si un profesional me asegura que me puede ayudar, aunque solo sea un 1%, ya merece la pena probarlo. No comparto esa tendencia a la antipsiquiatría que niega cualquier validez a los antidepresivos. A mucha gente le han ayudado y no juzgo a nadie por medicarse, pero yo puse ciertos límites. La medicación de rescate, como el Orfidal o el Trankimazin, me parece bien. Los antipsicóticos, no.
“El trabajo se ha sobredimensionado en las últimas décadas. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura”
P. Llegó a padecer tricofagia, a comerse su propio pelo, como los simios en cautividad. ¿Fue su experiencia más extrema?
R. Fue lo que más me animalizó, quizá la experiencia más irracional. Pero creo que el extremo fue llevar a mi hijo al médico repetidamente porque me convencí de que tenía manchas por el todo el cuerpo, cuando no tenía nada. Sentí que esas visitas innecesarias podían tener consecuencias en él, aunque fuera un bebé y seguramente no se diera cuenta, y eso me preocupó. En cambio, que algo tuviera consecuencias en mí me traía sin cuidado. Solo sentía miedo por la vida de mis hijos.
P. Freud definió la salud mental como “la capacidad de amar y trabajar”. ¿Lo comparte?
R. Tengo dudas. La funcionalidad en la vida se sigue interpretando así: tener un entorno familiar y amoroso, y ser capaz de mantener una rutina laboral. Pero aquí entra en juego cómo se ha sobredimensionado el trabajo en las últimas décadas, y todas las relaciones entre funcionalidad psiquiátrica y capitalismo. Me pregunto si trabajar diez horas al día es un síntoma de cordura o de locura.
P. “No hay nada más sucio que la mente humana”, le dijo un psicólogo.
R. Esa frase me ayudó mucho. Para una madre, sentirse impura es el peor de los sacrilegios, y mucho más ante la inocencia absoluta de un bebé. Entender que todos tenemos la mente sucia fue muy liberador. Llegué a comprender que esa pureza no existe y que, en algún momento de nuestras vidas, todos hemos llegado a coquetear con la locura y a sentirnos como desechos.
P. ¿Le da miedo que el que el libro se gire en su contra, que la traten de loca en la esfera pública o en sede parlamentaria?
R. Sí, mucho. Ahí está el famoso episodio de Iñigo Errejón cuando habló de salud mental. Que los políticos contemos con privilegios innegables no significa que no tengamos derecho a cuidarnos emocionalmente. Es algo que me dicen cuando me insultan en las redes: aguántate, que para algo te metiste en política. No lo comparto. Me da respeto hablar de este episodio, porque sé que sigue habiendo un estigma enorme sobre la locura. Y, a la vez, siento que mi privilegio conlleva la responsabilidad de contarlo. Hace años escribí un artículo sobre mi ansiedad y me contestó una limpiadora dándome las gracias, porque ella no podía contarlo en su trabajo ni a su entorno. Por un lado, siento miedo al decirlo en voz alta. Por el otro, sé que soy de las pocas que se lo pueden permitir.
“Los hombres también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en primera fila. No sé quién es más emocional…”
P. ¿Hace 10 o 15 años hubiera sido posible publicar un libro como este siendo diputada?
R. Sospecho que no. Ha aparecido un interés por la salud mental que antes no existía. El feminismo ha provocado muchos avances al respecto, y también ha cambiado la imagen de lo que es un parlamentario o una persona metida en política. Los diputados hacemos política desde muchos sitios, no solo en el pleno o en las comisiones, donde a veces tienes una incidencia bastante limitada.
P. Cita a un legislador de Massachusetts en el siglo XIX: “Las mujeres son demasiado nerviosas para entrar en política”. ¿Es una opinión que ha sobrevivido?
R. Fíjate en el discurso de Ramón Tamames durante la moción de censura de esta semana… El otro día, tras una invervención un poco tensa al recibir un ataque de la ultraderecha, un diputado de Ciudadanos se me acercó para decirme que no me alterara tanto, que luego me llevaba el disgusto a casa, que no merecía la pena. Nos siguen tratando de histéricas, ese tópico sigue estando ahí. Mi respuesta es recordarles que ellos también están llenos de emociones. Yo he visto a dos hombres en el Congreso forcejeando por sentarse en la primera fila. No sé quién es más emocional…
P. Montserrat Roig escribió que, en los sindicatos estudiantiles de los setenta, muchos solo buscaban mujeres liberadas “en según qué momentos y a partir de según qué horas”. ¿Eso también sigue vigente?
R. Totalmente. Y ya no solo en la parte sexual, sino también porque muchas veces somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar en días determinados porque el feminismo está de moda y porque eso conviene. Pero después las dinámicas internas de los partidos distan mucho de ser paritarias o igualitarias…
“A veces, las mujeres somos un número o una imagen. Nos sacan a hablar porque conviene, pero los partidos distan mucho de ser igualitarios”
P. En el libro insinúa su decepción con el proyecto de Podemos, que se suponía que iba a reinventar la política, pero que luego ha reproducido cierta inercia a la desigualdad.
R. Eso sucede en todos los partidos. Aquí se le suma que nosotros se suponía que llegamos para hacerlo de otra forma, pero la política de partidos ha podido más.
P. Se pasó su primera sesión en el Congreso buscando caras de posibles depresivos. ¿Qué grupo parlamentario concentra más melancólicos?
R. Hay unos cuantos. El Congreso es representativo del conjunto de la población. Si no en otras cosas, sí en esta…
P. Un 10% de población española tiene problemas de salud mental. ¿Cree que en el Congreso se reproduce ese porcentaje?
R. Se reproduce o incluso, viendo determinados fenómenos, se dispara. Me refiero a la megalomanía de algunos, pero también al idealismo excesivo que hemos tenido otros. Así entramos muchos en 2015, gritando “Sí se puede” delante de los leones del Congreso. Ocho años después, no puedes evitar hacer balance: ¿cuántos seguimos aquí de los que estábamos en aquella foto y cuántas cosas hemos logrado hacer? No digo que haya sido todo en balde, porque no es así, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación.
“No todo ha sido en balde, pero no hemos logrado cambiar la dinámica de la política de partidos, ni siquiera en nuestra propia formación”
P. “Hay algo de locura en querer ejercer la política desde la vocación”, escribe con evidente desencanto.
R. Es duro decirlo, pero si quieres permanecer en política tienes que hacer muchas renuncias ideológicas. Tienes que asumir contradicciones: aceptar una política migratoria que no compartes a cambio de sacar adelante una ley que te importa. Hay personas que no lo saben asumir. Yo misma creo que no soy capaz de asumirlo. Aquella vocación tan inocente e idealista del comienzo no es sostenible en el tiempo.
P. ¿Qué hará cuando lo deje?
R. Quiero volver al mundo del libro. Quiero seguir haciendo política, pero desde otros sitios.
P. Por último, ¿se siente curada?
R. Creo que sigo en la cuerda floja. Lo que he aprendido es que la cordura absoluta seguramente no existe. Si alguien la tiene, que la disfrute. Y también que la capacidad de incidencia que tenemos sobre la muerte es mínima. Y que vivir con miedo quizá no sea la mejor opción de vida. Todo eso ya lo he entendido. Ahora aspiro a llevarlo a la práctica.
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Cultura
Así son los camareros de John Ford

Acodado en la barra de un bar del Oeste, ante un vaso de whisky, Henry Fonda le pregunta al camarero: “Mac, ¿nunca has estado enamorado?”. Mac le contesta: “No, yo he sido camarero toda mi vida”. El diálogo pertenece a la película Pasión de los fuertes, de John Ford. Después de recibir esta lacónica respuesta, Henry Fonda se echa de golpe el trago de whisky directamente hasta la campanilla del gaznate y se larga. Mac se queda impasible limpiando el vaso. El viejo telegrafista con manguitos y visera de las estaciones del ferrocarril que salva un descarrilamiento; el borracho zascandil que al final se convierte en héroe; el camarero del salón del Oeste que permanece sin mover una ceja detrás del mostrador mientras saltan a su alrededor los cristales de las botellas abatidas por el tiroteo, son estos actores de reparto los que nunca fallan a la hora de sostener la estructura de una película de John Ford.
Cualquiera que escarbe en su memoria puede descubrir también a esos personajes secundarios que dan sentido a la vida. Miguel no olvida a los pianistas que ha conocido tocando la canción Amapola en los hoteles de medio mundo. Incluso suele decir que uno solo debería morirse después de haberlos conocido a todos. Tampoco puede olvidar a los camareros que al entrar en el bar sabían lo que iba a tomar y ponían una determinada copa en la barra. No le gustan los camareros que cuentan chistes, ni los que le dan a uno por principio la razón, ni los que se lo montan de filósofos, ni los que gritan tu nombre con alegría al verte aparecer por la puerta. Le gustan los que sin pretenderlo se hallan envueltos en un aura literaria y dan rostro humano al local donde trabajan. El serbio Branko podría ser uno de esos camareros de John Ford. Miguel se sienta en la terraza del Mercato Ballaró, en una esquina de Santa Engracia, y Branko pone la cerveza de una marca determinada en su mesa sin hablar. Uno intuye que su calma se debe a haberse criado bajo las bombas balcánicas. Un cliente le pregunta si le puede servir un vino blanco. “Señor, aquí no se sirve. Aquí se atiende”, le responde en perfecto castellano.
Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra de náufragos sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista, era el que cortaba el tique en la puerta a los jóvenes soñadores, que entraban azorados por primera vez en el café en busca del éxito con la ansiedad instalada en el diafragma. Miguel había sido su amigo hasta el día en que murió. Hace mucho que dejó de ir a ese café donde se había sentido feliz desangrándose de palabras en una tertulia desde los días lejanos de la juventud. Al final en el polvo de la memoria flotan todavía los nombres de los camareros, Onofre, Pepe Bárcena, el impasible Alfonso el cerillero, como únicos soportes de un tiempo fenecido.
A Miguel le gustaban esos restaurantes y bares atendidos por camareros de toda la vida que llevaban chaleco y pajarita y acabaron arrastrando los pies entre la humareda con la bandeja en la mano. Pasaban los años, uno volvía y ellos aún estaban allí. Te saludaban con tu nombre como si fuera ayer y el tiempo no hubiera pasado. Ahora las cocinas de los restaurantes y las barras de los bares se han convertido en puertos adonde han recalado marineros interraciales llegados de todos los continentes. Primero fueron náufragos, ahora son camareros latinoamericanos, africanos, orientales, rusos, balcánicos. Constituye todo un arte encontrar ese restaurante o ese bar que se adapte a tu forma de ser y de pensar, solo por el aire inaprensible que lo envuelve, hasta el punto que se convierta en una prolongación de tu vida. Decía Epicuro que más importante que la comida son los comensales con los que debes compartirla. En una esquina de Chamberí, Miguel ha encontrado un restaurante que le recuerda a una primavera siciliana en la que paseando por Palermo se vio envuelto entre los gritos el aroma de un mercado callejero. No era el famoso de la Vucciría, ni del Capo, sino el Mercato Ballaró.
En el restaurante Mercato Ballaró de Santa Engracia hay cocineros y camareros llegados de varios países. Uno de ellos, Branko Mrakić, ha nacido en Belgrado. Recuerda haber tenido una vida feliz hasta el año 1991, en que estalló la guerra de los Balcanes y algunos de sus mejores amigos de la clase se convirtieron en auténticos mafiosos y criminales. El 24 de marzo de 1999 a las 19.45 empezó el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia. Branko ha crecido entre sirenas antiaéreas, tanques y soldados. Guarda en su memoria imágenes apocalípticas, pero a la hora de ponerte una cerveza en la mesa lo hace como lo haría si fuese un camarero en las películas de John Ford, impasible en medio del tiroteo sin mover una ceja.
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Cultura
La artista israelí que convierte la sal del mar Muerto en parte de la obra

Desde que lo visitaba de niña, la artista israelí Sigalit Landau siente una “atracción fatal” por el mar Muerto que le llevó a incorporarlo a su obra (más como parte del proceso creativo que como escenario) hace ya dos décadas. El punto más bajo sobre el nivel del mar (-427 metros) tiene una densidad y concentración de sal (34%) que no solo regala a los turistas las icónicas fotos leyendo el periódico mientras flotan sin esfuerzo, sino que también le permite a ella explorar la relación entre arte, naturaleza y paso del tiempo. La creadora sumerge en el mar Muerto hasta dos meses objetos que remiten a sus vivencias o inquietudes hasta que acaban cubiertos de una gruesa capa de cristales de sodio que ―además de estética― le otorgan un halo de misterio. Y documenta el proceso en fotografías, instalaciones, esculturas y videoarte que el Museo de Israel, en Jerusalén, expone hasta el próximo junio en la muestra Sigalit Landau: El mar ardiente.
Es el caso de un largo vestido negro casi convertido en blanco por la sal. Landau muestra en ocho fotografías la metamorfosis, en la que convergen varias capas de simbolismo. La más evidente es la bíblica: la mujer de Lot, castigada con convertirse en columna de sal por ignorar las advertencias de los ángeles y mirar hacia atrás cuando escapaba de Sodoma. El fuego que da nombre a la exposición es el que, en el relato del Génesis, usó Dios para destruir Sodoma y Gomorra por sus pecados, y una metáfora del presente deterioro de esta masa de agua de gran significado histórico, religioso y medioambiental. El vestido en cuestión es, además, el que una famosa actriz teatral llevaba hace un siglo al interpretar a una joven prometida poseída por el dybbuk, el famoso espíritu maligno de la cultura judía.
Landau escoge “intuitivamente” las piezas a partir de un “simbolismo personal, político, bíblico…”, explica por correo electrónico. “Son objetos comunes que el tiempo, como sedimento cristalizado, convierte en eternos”. La artista ―que nació en Jerusalén en 1969 y vive en Tel Aviv, tras residir varios años en Europa y Estados Unidos— practicaba de niña el ballet, pero lo tuvo que abandonar. Por ello, eligió un tutú, que ―suspendido con unos cables y una percha― resulta particularmente magnético. La gruesa capa de sal hace que pese 300 kilos. “Es un contraste con la ligereza de la danza”, explica el comisario, Amitai Mendelson, durante un recorrido por la exposición.
¿Por qué el mar Muerto? “Hace milagros que otros materiales y sustancias no aspiran a proveer espontáneamente. Unifica disonancias y desconexiones. Me lleva de la soledad a un trabajo en equipo muy emocionante”, asegura la artista. “Es un espacio prehistórico e histórico en el que me puedo sentir conectada a movimientos tectónicos y a la falta de gravedad”.
Para sacar los objetos, Landau requiere de una grúa y de la ayuda de varios colaboradores. Son, por ejemplo, redes de pesca que compró en el mercado de las pulgas de Jaffa, la localidad palestina hoy anexa a Tel Aviv que contaba con un puerto importante. O una serie de lámparas y candelabros hechos con alambre de espino, en una “yuxtaposición entre la belleza del objeto y la violencia del material” que funciona también como referencia a la corona de espinas de Jesús.

Pese a ser judía, Landau siente un profundo interés por la iconografía y simbología cristiana, que introduce en su obra. De hecho, uno de los objetos que sumergió parcialmente en el mar Muerto es una pila bautismal. No tiene muy claro el origen de esta fascinación, pero apunta a varios momentos de su herencia vital desde hace dos generaciones: los encuentros entre culturas en la antigua ciudadela de Jerusalén (que alberga dos barrios cristianos ―palestino y armenio―, uno musulmán y uno judío), la importancia de las iglesias en la historia del arte o los intentos de convertir al cristianismo a sus abuelos maternos cuando estudiaban en Londres tras huir de Viena en la Noche de los Cristales Rotos de 1938. “Esperar al Mesías es mucho más incierto que representarlo. Sus heridas son más tangibles y concretas que la actitud en el judaísmo: abstracta y a la espera del Mesías”, resume.
Otro elemento presente en su obra es el ciclo de la vida. Un año después de fallecer su madre, se hizo retratar desnuda y flotando en el mar Muerto dentro de una espiral formada por medio millar de sandías. Por una parte, está el círculo, que conecta con el ciclo vital y la infinidad. Por otra, las similitudes: el interior de la sandía con la sangre, la forma con el vientre de una embarazada… Y la contradicción entre la salinidad del mar Muerto y la dulzura de una fruta tan popular en Oriente Próximo. La inmersión desnuda apela tanto al baño ritual que los judíos hacen en el mikve como al bautismo cristiano. “En ella, siempre hay esa tensión entre carne y espíritu. En un nivel muy personal eleva lo físico a lo espiritual, con el dolor como redención”, señala Mendelson.
La muestra incluye una más reciente sucesión de bordados de paisajes europeos. Las hicieron 12 ancianas a las que proporcionó los materiales durante la pandemia de covid. Las eligió por ser uno de los colectivos más vulnerables, al estar aisladas por el confinamiento. Dejó la parte superior de los bordados por encima de la superficie del mar, lo que permite adivinar el resultado. La parte con sal parece nieve en el paisaje.

En la exposición sobrevuela otra de las preocupaciones de la artista: el drama medioambiental del mar Muerto, que define como una “zona de guerra ecológica entre las fuerzas de la naturaleza y las fuerzas de la industria malvada y cortoplacista”. Al oeste, hace frontera con Israel y con el territorio palestino de Cisjordania, pero como esta última está bajo ocupación militar desde la Guerra de los Seis Días de 1967, las playas privadas en esa orilla son israelíes. La orilla oriental es jordana. La extracción por parte de las industrias de ambos países está detrás de su lenta muerte.
Landau lleva años implicada en el tema y se ha cambiado el traje de artista por el de activista para buscar en vano una solución. En la muestra se pueden leer sus cartas para tratar de organizar un encuentro entre los países implicados. En el pabellón israelí de la Bienal de Venecia de 2011 ya ilustró su fracaso con una mesa vacía con 12 ordenadores portátiles. Por debajo, una niña ata a escondidas los cordones de los zapatos de los participantes ficticios para ilustrar su destino común.
La artista también ha imaginado una maqueta del que ha bautizado como Puente de Sal. Sería un lugar de encuentro con tres puntos de acceso, en dirección de las orillas de Israel, Cisjordania y Jordania. El proyecto se ha topado con la política: los acuerdos con Israel suelen percibirse en la zona como una legitimación de su ocupación militar de Palestina. “Es casi imposible hablar a los jordanos sobre el Puente de Sal, y mucho menos a los palestinos”, admite. “Nuestros vecinos evitan todo tipo de intercambio cultural simbólico”.
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