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La liberalización de los precios de Las Ventas levanta a los aficionados de sus asientos

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El pliego de explotación de la plaza de Las Ventas, firmado entre la Comunidad de Madrid y la empresa Plaza 1 es explícito: “El adjudicatario tendrá libertad absoluta sobre los precios para la venta de localidades al público en general para los festejos taurinos que se organicen a lo largo de la temporada”.

Esta prerrogativa ya la utilizaron Rafael García Garrido y Simón Casas, empresarios madrileños, en la pasada Feria de Otoño, y los precios subieron una media de un 50% sobre el estipulado para los abonos.

Han reincidido en San Isidro de 2023, y los ánimos de los aficionados están seriamente soliviantados ante lo que consideran un gran abuso que repercutirá muy negativamente en la asistencia de quienes por distancia o trabajo no acceden a un abono y prefieren acudir días sueltos al ciclo ferial.

Jorge Fajardo, presidente de la Federación Taurina de la Comunidad de Madrid y de la Unión de Federaciones Taurinas de España, aporta tres puntos en su total desacuerdo con la decisión de la empresa.

Esta polémica decisión de Plaza 1 podría afectar a la personalidad de Las Ventas y repercutir muy negativamente en los toreros modestos

1. Hay quien no puede tener un abono por motivos laborales, pero es aficionado y va a Las Ventas cuando le permiten sus ocupaciones.

2. Muchos aficionados procedentes de distintos puntos de España se desplazaban a Madrid por la viabilidad de unos precios razonables para disfrutar de una corrida de toros en Madrid, y ahora no podrán hacerlo.

3. La decisión de la empresa no tiene en cuenta la difícil situación económica general.

“No estamos en contra de la subida de las localidades respecto al abonado”, añade Fajardo, “pero se debería haber hecho de una forma más razonable, y no aplicando estos altísimos porcentajes. La idea de Joselito El Gallo era que se construyeran plazas monumentales para que tuvieran acceso todos los públicos”.

Jesús María Fernández, presidente de la Unión de Abonados de Madrid, califica los precios sueltos de ‘desorbitados’ y añade que “a pesar de lo que dice el pliego, el Centro de Asuntos Taurinos podría haber hecho uso de su influencia ante la empresa para que se mantuviera la identidad y personalidad de la plaza de Madrid”.

Isidoro Ruiz, presidente de la Peña Taurina de Tarazona de la Mancha, muestra su indignación, y asegura que “la libertad para la fijación de precios es buena cuando existe competencia”. “¿Qué competencia tiene la Las Ventas en San Isidro?, se pregunta. Y concluye que “con esta política de precios se perderán muchísimos aficionados”.

Por su parte, la Asociación El Toro de Madrid ha remitido una carta a la Comunidad de Madrid y a la empresa de la plaza en la que analiza el planteamiento de la temporada, y en relación con el precio de las entradas sueltas dice que “se ha polarizado tanto la posibilidad de comprar entradas en Madrid que te haces abonado, o te gastas el presupuesto que antes te daba para una semana de toros en una tarde. Se acaba así con la clase media”, prosigue, “y se destruye el caladero de nuevos aficionados que eran asistentes ocasionales”.

Cuadro comparativo de algunos precios, facilitado por la Federación Taurina de la Comunidad de Madrid. La corrida In Memoriam es fuera de abono.

La empresa Plaza 1 ha preferido no opinar y se remite a lo que los empresarios García Garrido y Casas han declarado sobre este asunto en distintas ocasiones, y que se resume en lo siguiente:

– La liberalización de los precios es para favorecer al abonado y motivar al público para que se abone.

– Se trata de presentar un abono muy potente con carteles muy rematados.

– Cuando hay interés en el espectáculo, la gente paga.

– La idea es emular al fútbol: las entradas a la venta de un partido interesante cuestan en taquilla el doble o el triple que al abonado.

También dijo Simón Casas que el objetivo era alcanzar los 18.000 abonados, y García Garrido añadió que cuantos más abonos se vendieran, más caras serían las entradas sueltas.

Solo se han vendido 12.703 (a esta cifra hay que añadir los 2.800 gratuitos); si el aforo actual de la plaza, según el pliego, son 22.970 localidades, está abonado el 67,50% y queda un 32,5%.

Curiosamente, muy distintas son las circunstancias que rodean a los abonados y asistentes en las ferias de Abril de Sevilla y las Fallas de Valencia.

Los abonados de la Feria de Abril no tienen ninguna ventaja respecto al precio de las entradas sueltas, y los de Fallas cuentan con un 25 por ciento de descuento

En Sevilla, por ejemplo, unos y otros pagan el mismo precio por las entradas.

Enrique Piriz, presidente de la Unión de Abonados de La Maestranza, reconoce que la fiesta de los toros es un espectáculo caro, y a ello contribuye, a su juicio, en el caso de Sevilla, la falta de transparencia de la empresa Pagés y la propiedad (Real Maestranza de Caballería). Añade que a ambos les falta afición, lo que se agrava “por el pasotismo de los clientes, que lo aceptan todo sin rechistar”. “El abonado no tiene beneficio alguno respecto al espectador eventual, pues paga la suma de cada uno de los festejos al precio de taquilla”, termina.

La empresa Pagés, por su parte, argumenta lo siguiente en relación con los precios de los últimos años: en 2011 hubo una subida referida al IPC; al año siguiente no se tocaron los precios; en 2013, otra subida del IPC; los precios se mantuvieron hasta 2017, año en que hubo una remodelación de los tendidos por obras que se realizaron, y se produjo una subida. Así se respetaron hasta 2021, que se aplicó el IPC, y desde entonces no ha habido cambios. Además, a dos de las corridas programadas en el abono se les aplica un descuento del 20%.

En el caso de Valencia, Agustín Colomar, presidente de los abonados de esa plaza, señala que los clientes fijos de la Feria de Fallas cuentan con una rebaja del 25 por ciento, si bien Nautalia, empresa gestora desde 2022, aumentó ese año los precios entre un 60 y 70 por ciento.

Colomar opina también sobre Madrid y Sevilla porque es abonado de ambas plazas.

“Los precios de las entradas en Las Ventas son exageradamente caros”, señala, “lo que ha obligado a la empresa a presentar carteles muy rematados, con la lógica repercusión negativa para los toreros modestos”. En su opinión, “San Isidro ha sido siempre una oportunidad para muchos matadores de la zona media del escalafón y este año se cierra esa oportunidad”.

Se muestra contrario, además, a los abonos gratuitos. “No me gusta que nadie vaya gratis a los toros porque se devalúa el espectáculo”, afirma, y “espero que el año próximo se le retire el abono a quien no acuda a una mayoría de festejos”.

“¿Y Sevilla? El abonado de La Maestranza no tiene ventaja alguna, y, además, es la plaza más cara de España”, concluye.

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La violencia privada

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Ahora, mirado a la distancia, resulta evidente que el dominio del liberalismo se había extendido a las violencias: que la violencia privada —la violencia de los ciudadanos— había reemplazado en buena medida a la violencia pública —la violencia de los estados. Era el caso, por ejemplo, en la zona más violenta del mundo en esos años, América Latina. Donde, a diferencia de las regiones islámicas, los violentos no tenían nada en qué creer salvo la codicia y, si mataban, era para conseguir más dinero, más poder personal.

Un dato lo muestra sin recodos: en esos años el país del mundo con la mayor cantidad de muertes violentas era México, donde no había guerras ni guerrillas ni grupos insurrectos. En México los miembros de varias empresas dedicadas a la producción, venta y exportación de drogas prohibidas se mataban los unos a los otros para conseguir o mantener ventajas comerciales. Esa competencia llevaba casi dos décadas asesinando a más de 30.000 personas cada año. En 2020 fueron unos 43.000, más del doble que en el conflicto político más mortífero del momento, Afganistán, donde ese año no llegaron a 20.000 (ver cap.22).

Semejante cantidad de muertes no era indispensable para el negocio —podía, incluso, perjudicarlo—, pero era el reflejo de una dinámica ineludible: que el uso de la violencia privada engendraba más violencia privada. Si una empresa de exportación de drogas debía pagar una nómina importante de pistoleros, tendía a usarlos. Y, así, se embarcaba en una serie de negocios secundarios —robos, secuestros, asesinatos por encargo, venganzas diversas— para rentabilizar sus recursos. Lo cual producía un efecto directo: esa sociedad, enfrentada a una violencia excepcional, se armaba a su vez, so pretexto de defenderse, y producía más violencia. Y una serie de efectos secundarios: el crecimiento de una industria de la “protección” —que en México en esos días movía unos 2.000 millones de euros al año— ponía en la calle a cientos de miles de hombres legalmente armados; algunos de ellos lo aprovechaban para amenazar y extorsionar y robar a su vez. En medio de tantas armas, los conflictos entre las personas llegaban muy rápido a un punto de violencia al que nunca habrían llegado en otras circunstancias: demasiadas cosas se arreglaban a tiros.

Una protesta en la Ciudad de México que exige la presentación con vida de Ricardo Lagunes y Antonio Díaz, defensores comunitarios desaparecidos en enero de 2022.Future Publishing (Getty Images)

La situación era apenas mejor en otros países de la región. En ninguno se mataba tanto como en Venezuela, con una media de 40 homicidios cada 100.000 habitantes en 2021, y lo seguía Honduras con 38, Colombia y Ecuador con 25, Brasil, 18, Guatemala y El Salvador, 17. En todas las listas de las ciudades del mundo con más muertes violentas las nueve o diez primeras solían ser mexicanas —y a veces se colaba alguna norteamericana o caribeña. Aunque muchos de sus países no eran especialmente homicidas, América Latina, era, en conjunto, la región más asesina del mundo en esos días con un promedio de 20 homicidios al año cada 100.000 personas: diez veces más que las medias de Europa y Asia. Entre quejas y lamentos, la barbarie se mantuvo hasta que ciertos líderes entendieron que la razón era muy simple: que solo uno o dos de cada cien asesinatos recibían el castigo de la justicia y que, por lo tanto, matar era demasiado barato como para privarse.

Pero si las cifras latinoamericanas descollaban era, también, porque las otras habían disminuido. En el mundo en general la violencia criminal estaba en baja: en Asia y Europa, por ejemplo, en 2020 se mataba menos de la mitad que tres décadas antes. No había acuerdo sobre las razones de ese descenso. La causa no era, claramente, la severidad de la justicia, porque en ese mismo lapso las penas aplicadas a los delincuentes habían disminuido igual o más.

Las diferencias entre el MundoRico y el MundoPobre también se manifestaban en el terreno de los delitos y la delincuencia: en el Pobre los crímenes solían involucrar violencia, cuerpos, materialidad; en el Rico implicaban negocios, dineros: eran inmateriales.

Salvo en Estados Unidos, un caso extraño: todavía era el país más rico y poderoso del mundo pero tenía tasas de homicidios propias de un país pobre, diez veces mayores que las de Europa Occidental. Muchos creían que esa plaga se debía a la antigua tradición según la cual todo buen ciudadano debía tener sus propias armas —para defenderse de los extraños, los extranjeros, los delincuentes, los diferentes o los dirigentes—: el arma como un rasgo central del ser americano. Allí la proporción terminaba de invertirse: si, cuando se inventaron, la inmensa mayoría de las armas se usaba contra los animales y unas pocas contra personas, si durante buena parte de la historia la proporción de mantuvo equilibrada, el siglo XXI terminó de consagrar la tendencia contraria: la mayoría absoluta de las armas se dedicaba al uso entre personas —y usarlas contra animales se consideraba despreciable.

Una captura de pantalla de un vídeo que muestra a la autora del tiroteo de Nashville entrar armada en la escuela donde se produjo.
Una captura de pantalla de un vídeo que muestra a la autora del tiroteo de Nashville entrar armada en la escuela donde se produjo.Anadolu Agency

Lo cierto es que los 330 millones de estadounidenses se repartían, en esos días, casi 400 millones de armas de fuego: en promedio, cada uno poseía más de un arma. O, para no dejarse engañar por las medias: muchos no tenían ninguna, pero muchos más tenían varias. En cualquier caso, casi la mitad de las armas de fuego “personales” del mundo estaba en los Estados Unidos, y cada año se compraban 25 millones más. Nunca un país había estado tan —privadamente— armado.

Lo cual se traducía en unos 15.000 asesinatos y unos 24.000 suicidios con arma de fuego cada año: en ningún otro lugar del mundo era tan fácil pasar de la idea del suicidio a su realización. Para no hablar de aquella marca cultural americana de la época, los mass shootings cuando un loquito o dos abatían a cuantos más mejor en algún lugar público: un centro comercial, una escuela, una disco. Eran masacres azarosas, donde el hecho de estar por casualidad en tal lugar a tal hora alcanzaba para acabar con tu vida; en ciertos casos, el asesino argumentaba que quería matar negros u homosexuales. En una demostración del poder de ciertos poderes, nunca nadie intentó llamar a esto “terrorismo”.

Una estudiante de Oakland Catholic High School (Pensilvania) recibe consuelo tras la evacuación de su escuela después de una llamada de un tirador activo en marzo de este año.
Una estudiante de Oakland Catholic High School (Pensilvania) recibe consuelo tras la evacuación de su escuela después de una llamada de un tirador activo en marzo de este año.Jeff Swensen (Getty Images)

En cambio, despertaba en esos años una conciencia global sobre el llamado “femicidio” o “feminicidio”: el asesinato de mujeres por su condición de mujeres. Estudios de la época calculaban que lo sufrían, cada año, entre 80 y 90.000 mujeres en todo el mundo. Más de la mitad, decía uno, morían a manos de familiares o parejas —o de una pareja anterior que no soportaba dejar de serlo. Era una cifra espeluznante, que, junto con la movilización de millones, contribuyó a que muchos países empezaran a legislar contra las violencias de género. Pero era, también, una evidencia de que la violencia seguía siendo mayormente masculina: no solo los victimarios, sino también las víctimas lo eran. Aquel mismo año, por ejemplo, los hombres asesinados en el mundo fueron cuatro veces más, alrededor de 400.000 individuos.

En América Latina, que el lugar común de la época solía considerar particularmente machista, la diferencia era mucho mayor: diez hombres por cada mujer asesinada. Y nueve de cada diez asesinos —de hombres y mujeres— eran varones: matar seguía siendo cosa de machos.

Entre los hombres la mayoría de los homicidios tenía que ver con razones comerciales: peleas de negocios, disputas por una zona de ventas, apropiaciones de valores en calles y casas. Aunque había, también, por supuesto, las que se relacionaban con alguna relación familiar o sentimental que se había complicado —pero la proporción era mucho menor.

Una imagen de la manifestación del 8M de México de este año.
Una imagen de la manifestación del 8M de México de este año.Anadolu Agency (Getty Images)

Mientras tanto, las fuerzas policiales habían crecido en todas partes: eran el último intento de los estados de mantener cierto monopolio sobre la violencia e imponer en sus territorios el orden que eligieran. Hacia 2020 se calculaba que sumaban, en todo el mundo, más de 13 millones de efectivos —les decían “efectivos”—: dos millones en China, otros dos en la India, más de medio millón en Rusia, Estados Unidos, Indonesia. Pero la cantidad de policías por habitante era mayor en Argentina, España, Turquía, Uruguay, Grecia, Hong Kong, México, Italia —una lista que parece caprichosa. En todo caso, sus equipamientos cada vez más sofisticados les aseguraban una posibilidad de control que nunca antes habían tenido: las calles de las ciudades importantes rebosaban de cámaras que registraban casi todo lo que sucedía y lo transmitían en tiempo real a centros de vigilancia o lo grababan para investigaciones posteriores; algunas de esas cámaras tenían incluso sistemas de reconocimiento facial o de placas de coches que les permitían alertar cuando una persona o un vehículo “registrados” aparecía en algún lugar sensible. Y los equipos de espionaje de llamadas y conversaciones eran cada vez más eficaces, y las redes de información computerizadas les daban un nivel de información inédito (ver cap.18).

Las policías más poderosas se beneficiaron así del avance técnico justificado y pagado por “la amenaza terrorista” (ver cap.22). Y sobre todo aprovecharon el miedo a la violencia, tan bien instalado en esos años, para legitimar sus acciones, para mostrarse como los salvadores. “Yo me pasé décadas temiendo a la policía más que a nadie”, decía un personaje de una novela de época, “y ahora en ciertas situaciones los veo y me quedo más tranquilo. Es curioso: a mí los ladrones y los terroristas nunca me hicieron ningún daño, y en cambio los policías muchas veces, y sin embargo…”. El personaje se refería a viejas represiones; también podía haberse referido a tantos momentos y lugares en que las policías, gracias a su posición de poder, ejercían actividades muy cercanas al crimen: extorsiones, tráficos, sobornos, las más diversas arbitrariedades.

Una hilera de policías se colocan alrededor del Ministerio de Salud de Buenos Aires (Argentina) ante una protesta del personal sanitario en marzo de 2023.
Una hilera de policías se colocan alrededor del Ministerio de Salud de Buenos Aires (Argentina) ante una protesta del personal sanitario en marzo de 2023.Anadolu Agency (Getty Images)

En muchos países la policía era el cuerpo armado más potente: sus integrantes solían aprovecharlo para imponer su voluntad y cometer muy variados delitos. O recurrían a un método más directo: amenazaban con “descuidar” el control de un determinado territorio si sus autoridades intentaban ponerles un freno. Ante el aumento de la violencia y la inseguridad y el malestar ciudadano que eso suponía, esas autoridades solían ceder sin más defensa.

Las posibilidades de aplicar violencia en nombre de la justicia se habían restringido mucho —al menos legalmente. Cien años antes casi todos los países imponían la pena de muerte para distintos tipos de delitos: la idea judeo-cristiano-islámica del ojo por ojo primaba y cada año se ejecutaba a miles de convictos con guillotinas, cimitarras, horcas, rifles, venenos variados, silla eléctrica, garrote vil. A lo largo del siglo XX la pena de muerte se fue desnaturalizando y cada vez más sociedades empezaron a verla, por primera vez en la historia, con sospecha y repulsa.

Fue un cambio radical: la mayoría de los estados dejó de matar a sus réprobos. Y fue muy poco subrayado: quizá, tras haberlos matado durante siglos, preferían no recordarlo —y por eso no celebraron demasiado su final. Pero, en cualquier caso, los errores de la justicia, el escepticismo religioso y el auge de los “derechos humanos” fueron provocando el abandono de esa tradición milenaria: en 2020 tres cuartos de los países del mundo la habían abolido o, aún manteniéndola en sus legislaciones, no la practicaban. Quedaban 56 países que sí lo hacían, con entusiasmos diversos. Los más grandes estaban entre ellos: China, India, Estados Unidos, Rusia —y la mayoría de los musulmanes. Era otra evidencia de un mundo dividido, desparejo, que debía buscar maneras de igualarse.

China era, con diferencia, el país que más ejecutaba: aunque no daba cifras, una gran institución humanitaria calculaba que mataba cada año a “miles de personas”, y se decía que el estado cobraba a los deudos la bala final. Los delitos más mortales eran asesinatos, violaciones, actividades mafiosas, corrupción. En el resto del mundo, en 2021, los ejecutados no llegaron a mil. La República Islámica de Irán era la segunda más verduga: unos 380, la mayoría en la horca por asesinatos, pero también por homosexualidad, prostitución, incesto, adulterio, blasfemia, falsificación, contrabando, militancias varias y manifestaciones callejeras. Egipto ahorcó o fusiló a 176, muchos de ellos por oponerse al gobierno, igual que Siria, que se cargó a 24, Irak a 17. En Arabia Saudita los decapitaban en la plaza pública —por razones casi tan variadas como en Irán—; en 2021 la cantidad había bajado mucho —65 contra 184 en 2019— porque las condenas por delitos de drogas fueron suspendidas. Y por fin, en Estados Unidos, aquel año once acusados de algún asesinato recibieron la inyección letal —que habían esperado en sus pasillos de la muerte alrededor de dos décadas y que se resolvía como una mezcla de espectáculo y venganza: los familiares de la víctima eran invitados a presenciar, de muy cerca, la agonía del victimario.

Visitantes de una exposición en Londres que muestra a los presos que fueron condenados a muerte en Irán.
Visitantes de una exposición en Londres que muestra a los presos que fueron condenados a muerte en Irán.Anadolu Agency (Getty Images)

(El gobierno norteamericano también aplicaba la pena de muerte sin juicio previo ni ninguna otra precaución legal a cualquiera que sus servicios de “inteligencia” hubiera definido como “terroristas” o “enemigos” —y la ejecutaba con aquellos drones o misiles enviados a miles de kilómetros de distancia o, incluso, con operaciones presenciales de sus fuerzas más especiales (ver cap.22). En general, las policías de los países occidentales solían matar en el terreno a cualquier persona que interceptaran cometiendo un acto “terrorista”. En el dialecto de la época, esta acción se definía con una palabra particular, que debía parecerles más limpia o inocente o apropiada: “abatir”. La policía “abatía terroristas”.)

El resto de las ejecuciones sucedieron en una decena de países africanos o asiáticos —Japón, Yemen, Siria, Omán, Qatar, Somalía, Botswana, Sudán del Sur, Corea del Norte, Vietnam, India, Bangladesh, Taiwán— que mataron a uno o dos reos cada uno: casi todos hombres.

Pero lo más habitual eran las “cárceles”. Decíamos (ver cap.10) que se mantenía el uso de esa extraña forma de tortura consistente en almacenar durante años en espacios muy custodiados a personas de un mismo sexo. Esos depósitos contenían, en esos días, en todo el mundo, unos doce millones de cuerpos: curiosamente, casi la misma cantidad que policías. Solo Estados Unidos tenía más de dos millones, poco menos del uno por ciento de su población —y la mayoría de ellos por asuntos relacionados con el comercio de drogas ilegales: aquel sistema socioeconómico basado en la libertad de mercado y la compra-venta se reservaba celosamente el derecho de definir qué se podía comprar y vender, y qué no.

Trasladan a 2.000 presuntos miembros de bandas al Centro de Reclusión de Terroristas (CECOT) de El Salvador.
Trasladan a 2.000 presuntos miembros de bandas al Centro de Reclusión de Terroristas (CECOT) de El Salvador.Handout (Presidencia El Salvador via Gett)

Esas fortalezas se presentaban como lugares donde los prisioneros debían ser “resocializados” —entrenados para reintegrarse y volverse “personas de bien”—, cosa que sucedía muy poco. En todos los países estaba claro que la posibilidad de pasar una temporada en prisión era directamente proporcional a la pobreza: las cárceles estaban muy mayoritariamente ocupadas por personas de los sectores y las razas más pobres de cada sociedad.

Las prisiones habían sido, durante mucho tiempo, otro monopolio de los estados. Pero en esos años algunos países —otra vez, Estados Unidos a la cabeza— habían privatizado muchas. Las manejaban empresas que cobraban por preso y obtenían su ganancia en la diferencia entre lo que cobraban y lo que gastaban, o sea: bajando el costo del mantenimiento de sus usuarios. Debía ser un buen negocio, porque en ese país, en 2020, había 158 prisiones privadas —y gobiernos que pagaban una media de 23.000 dólares por prisionero por año: cada uno costaba casi 2.000 dólares al mes, mucho más dinero que el que manejaban nueve de cada diez personas en el mundo.

Los detenidos en El Salvador se ubican en las que serán sus camas, sin colchón ni almohada.
Los detenidos en El Salvador se ubican en las que serán sus camas, sin colchón ni almohada.Handout (Presidencia El Salvador via Gett)
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Más allá de todos estos matices, culminaba en esos días uno de los períodos de paz más largos y generalizados que la historia había conocido. La invasión rusa de Ucrania se sintió como un punto que podía ser final; no sabían lo que se venía. Aún así, ese conflicto produjo en 2022 unos 50.000 muertos —aunque la cifra era muy discutida. Eran demasiados, por supuesto, pero eran, comparados con conflictos anteriores, tantos menos. Un experto ucranio dijo en esos días que la invasión alemana había causado 30 veces más bajas militares diarias que la rusa: de 3.000 en 1941 a 100 en 2022 —y millones de bajas civiles.

Sin embargo, en ese mundo donde la violencia era menor que casi nunca antes, la sensación de violencia era intensa. Para empezar, la posibilidad de registro global producía ese efecto: todo lo que sucedía en el espacio —más o menos— público de cualquier rincón del planeta era grabado por alguna de los millones de cámaras instaladas en las calles, de los miles de millones de cámaras que las personas llevaban en los bolsillos so forma de ordenadores móviles. Esas imágenes, difundidas al momento por todo el espacio, provocaban la sensación de que el mundo estaba desbordado por esa violencia —esporádica, episódica. (Y su crudeza gráfica producía, a su vez, ciertas violencias: no era en absoluto lo mismo que se dijera que un hombre negro había sido asesinado por la policía en Minneapolis que ver a ese hombre mientras un policía de Minneapolis lo mataba; las reacciones eran, por supuesto, tan distintas.)

Sala Central de Despacho del metro de Varsovia (Polonia) en 2018.
Sala Central de Despacho del metro de Varsovia (Polonia) en 2018.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)

Esa violencia, además, saturaba los juegos y entretenimientos. Desde siempre los chicos —los varones, más que nada— jugaron a la guerra: una espada de madera o un par de puños los transformaban en soldados. Pero la omnipresencia de los juegos digitales (ver cap.19) le dio a la violencia un lugar extraordinario: millones de chicos se pasaban horas y horas utilizando todo tipo de armas, persiguiendo, emboscando, acribillando, muriéndose. El combate, aunque virtual, formaba parte de sus vidas como nunca antes.

Y lo mismo pasaba con los adultos de un modo más pasivo: no hay cálculos precisos pero, sobre el total del material audiovisual ficticio —las llamadas series y películas— que circulaba en esos días, el porcentaje de las que estaban dedicadas a crímenes, policías, batallas varias y otras representaciones de la violencia no tenía ninguna relación con su realidad (ver cap.20).

Un niño sostiene una pistola mientras su padre prueba un rifle durante un picnic militar en Polonia en 2022.
Un niño sostiene una pistola mientras su padre prueba un rifle durante un picnic militar en Polonia en 2022.Omar Marques (Getty Images)

Y también las “noticias”. En un país medio como España, por ejemplo, los espacios de tele-visión matutina dedicaban una media de hora y media a noticias de violencia. No tenían suficiente materia prima: España era, entonces, uno de los países con menos homicidios del mundo —0,6 asesinatos cada 100.000 habitantes por año— y los crímenes no abundaban. Pero los productores sabían que el tema “vendía”: no lo hacían por ningún designio maquiavélico sino por pura ambición comercial, para conseguir más espectadores. Para eso, a veces, tenían que mantener viva una historia durante lapsos inverosímiles —porque no conseguían otras—, y convencían a sus espectadores de que vivían en un infierno. Así, la mayoría de los ciudadanos de esos años sentía que estaba inmerso en un pantano de violencia extrema, tan descontrolada —mientras vivía, como queda dicho, el momento más pacífico que la humanidad había conocido hasta entonces.

Era una época en que las sociedades estaban mucho más controladas, donde la violencia se mantenía en poder de los estados y muy pocos resilientes. Los ciudadanos en general ya no andaban armados ni debían combatir por sus patrias o su supervivencia. Casi nadie mataba a casi nadie, y la enorme mayoría no sabía cómo era, qué efecto producía en su autor el acto de matar.

Pero el cine y la tele-visión mostraban a tanta gente matando —tanta gente matada— que lo normalizaron. Lo mismo que tantos fornicando: cosas que, durante milenios, casi nadie casi nunca veía, se habían vuelto espectáculo común (ver cap.4). A fuerza de mirar tanta muerte les resultaba casi fácil suponer que matar era algo —más o menos— normal, que el que lo hacía seguía su camino sin grandes cicatrices. Lo hacían menos que nunca; lo veían más que nunca. Esa distancia entre relato y realidad era una marca decisiva de los tiempos.

Próxima entrega: 24. Creer y reventar

El mundo seguía poblado de seres sobrenaturales: nunca los dioses habían tenido más seguidores. La religión triunfaba en los países pobres, se diluía en los ricos —y la suerte no tenía ateos.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

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Cultura

Michel Houellebecq: “Cuando me miro al espejo, me doy miedo”

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Michel Houellebecq pasa por un bache existencial y lo cuenta así, sin medias tintas.

“Voy muy mal, sí”, asegura el escritor francés a EL PAÍS. “Siento rabia, y me apetece hacer daño a quien me persigue, pero no puede ser. Y siento vergüenza, no solo por pudor, sino porque me han tomado el pelo”.

El motivo de la crisis es la película experimental Kirac 27, del artista neerlandés Stefan Ruitenbeek, miembro del colectivo Kirac, en la que Houellebecq (La Reunión, 67 años) supuestamente aparece manteniendo relaciones sexuales. El autor de Serotonina y Aniquilación ha intentado en los tribunales frenar su difusión. Sin éxito. Este martes, un tribunal de Ámsterdam dio vía libre a Ruitenbeek después de que unas semanas antes otro en París hiciese lo mismo.

Hay un contrato de por medio y hay unos adultos consintientes que se dejaron filmar, pero el actor principal se considera engañado por Ruitenbeek. Y en estos momentos se encuentra en su apartamento en París, sin ánimos para salir y aún menos para dejarse fotografiar. Y dice no saber qué hacer.

PREGUNTA. ¿Va a recurrir la decisión del tribunal holandés?

RESPUESTA. Por ahora no lo sé. En mi opinión, mis posibilidades de éxito son casi nulas.

P. ¿Qué hará si se difunde?

R. Mire, en un primer tiempo, nada. No lo sé.

P. ¿Le angustia que la película pueda ser vista por todo el mundo?

R. Sí, mucho. No me apetece aparecer en esta película contra mi voluntad, es muy desagradable.

Houellebecq, en ‘Kirac 27’.

Houellebecq habla en voz baja y despacio, en tono monocorde. Deja largos silencios antes de contestar. Piensa las respuestas.

“Efectivamente, fui muy estúpido”, dice en un momento de la conversación, que se desarrolló por teléfono el viernes a primera hora de la tarde. Y recuerda que noviembre mantuvo en París un encuentro sexual en el que participó junto a su esposa, Qianyum Lysis Li, y la neerlandesa Jini van Rooijen.

La secuencia la filmó Ruitenbeek. Debía alimentar la cuenta de Van Rooijen en la plataforma de contenido adulto OnlyFans. Pero Houellebecq dice que finalmente prefirió que no se emitiese. Y aún menos que Ruitenbeek lo utilizase para el proyecto fílmico que a finales de diciembre iban a poner en marcha ambos en Ámsterdam y por el que firmaron un contrato, del que ahora Houellebecq reniega.

Más tarde se rodó otra secuencia con Houellebecq besándose con una mujer en una cama de hotel, momento que aparece en un tráiler de la película. Unos días después, el escritor y el cineasta empezaron las disputas. “Sí, indiscutiblemente fui ingenuo”, reconoce. “No soy el único, de hecho. Sucede con los contratos de seguro, que la gente firma sin leer realmente. Mi agente, porque tengo un agente, hizo las cuentas y me ha hecho firmar desde que nos conocemos unos 400 contratos. Me he acostumbrado a confiar, a firmar sin leer”.

PREGUNTA. ¿Siente pudor al pensar que quizá se difundirá y muchas personas le verán en una situación muy íntima?

RESPUESTA. Siento, aunque con mucha menos fuerza, más o menos lo que sienten las mujeres violadas. Tengo la impresión de que mi cuerpo no me pertenece. Tengo la impresión de sentir vergüenza también. Y la tercera cosa es una desconfianza y una falta de interés por las relaciones sexuales ahora. Es penoso.

P. ¿Desde este episodio?

R. Sí, desde este episodio no tengo relaciones sexuales en absoluto.

P. ¿A causa de esto?

R. Se ha instalado en mí una desconfianza.

P. ¿Miedo al sexo?

R. Sí… La idea de que hay algo peligroso, de que hay que desconfiar.

La conversación deriva en un terreno íntimo, delicado. Houellebecq es un escritor de estos que escribe y opina sin red. Sus escenas de sexo son marca de la casa. El pudor no es precisamente lo suyo, aunque casi siempre lo ha contado en clave ficticia. Esta vez no. Cuando le preguntamos si puede especificar a qué se refiere con la falta de confianza, responde: “Simplemente, es que no se me levanta. No sé… Creo que las mujeres violadas tampoco logran acostarse con sus maridos”.

P. Decía hace un momento que siente, con menos fuerza, lo que siente una mujer violada.

R. Pienso que es peor para una mujer violada, y lo peor de lo peor es cuando el violador difunde la violación por internet. Me cuesta imaginar cómo puede sentirse. Me lo imagino, pero multiplicando por diez lo que siento yo. Es una situación muy penosa.

Desde ese momento, por la falta de confianza, simplemente, es que no se me levanta. No sé… Creo que las mujeres violadas tampoco logran acostarse con sus maridos”

Houellebecq quiere escribir un libro sobre el episodio con la película neerlandesa, es su proyecto inmediato: “Cambiaré el nombre de las personas, excepto yo, lo escribiré en primera persona. Pienso que, más o menos, es la única cosa que yo sepa hacer y puede hacerme bien ayudándome a destruir el recuerdo”. Explica que en estos momentos lee la novela Babbit, de Sinclair Lewis. Y, cuando le preguntamos si lee literatura española, cita a Javier Cercas. “Y otro cuyo nombre no recuerdo, hace libros bastante oscuros… ¿No hay alguien que se llama Antonio Muñoz Molina?”. Entre sus contemporáneos franceses elogia a Emmanuel Carrère. “La literatura francesa no va nada mal en estos momentos”, dice. Los tres Nobel en quince años dan fe de ello. “Sí”, asiente, “Modiano no está nada mal”.

PREGUNTA. ¿Y Annie Ernaux? No tuvo palabras amables para usted tras ganar el Nobel.

RESPUESTA. Para ser honesto, no la he leído realmente. No diré nada malo de ella porque no la conozco bien.

P. ¿Sueña usted con el Nobel?

R. Tengo muy pocas posibilidades porque ha habido bastantes franceses que lo han obtenido estos tiempos.

P. Se dice que también es por razones ideológicas.

R. Sí, puede tener un papel. Y hay otra cosa: en Francia no soy uno de los autores favoritos de las universidades, hay más tesis sobre Annie Ernaux que sobre mí. No creo que el jurado del Nobel tenga tiempo de leerlo todo. Deben de preseleccionar con el número de trabajos universitarios dedicados a un autor, supongo que esto tiene un papel.

P. Se le considera un escritor reaccionario. ¿Le molesta? ¿Es una etiqueta justa? ¿Injusta?

R. No pienso que sea fundamentalmente justa, porque para ser reaccionario no basta con considerar que, en algunos aspectos, la sociedad era mejor antes. También hay que decirse que podemos volver atrás, y yo no creo en ello. Tiendo a pensar que jamás se vuelve atrás. Todos los movimientos históricos tienen algo de irreversible. Así que para tener ganas de volver atrás hay que imaginarse que es posible, y yo no me imagino esto.

Houellebecq, en la cama del hotel de Ámsterdam con Jini van Rooijen, en una imagen del tráiler de 'Kirac 27'.
Houellebecq, en la cama del hotel de Ámsterdam con Jini van Rooijen, en una imagen del tráiler de ‘Kirac 27’.

Houellebecq aborda la conversación que mantuvo el pasado otoño con el intelectual Michel Onfray y que llevó a la Gran Mezquita de París a denunciarle por incitación al odio contra los musulmanes. Tras reunirse con el rector de la Gran Mezquita, Chems-Eddine Hafiz, este retiró la denuncia y Houellebecq corrigió algunas de sus declaraciones. “Efectivamente, algunos párrafos eran estúpidos”, reconoce. Y añade: “Aquello fue más clásico [que el caso actual], porque yo he tenido opiniones que han provocado polémicas porque chocaban a muchas personas. Ahora no son mis opiniones: es mi cuerpo el que es atacado. Esto nunca me había sucedido”.

PREGUNTA. En su entrevista con Onfray, expresaba el temor a una guerra civil en Francia

RESPUESTA. Esto lo corregí después. No creo en ello. Por varias razones. Hacen falta muchos elementos para una guerra civil. No es verdad que los policías no puedan entrar en algunos barrios. Están obligados a ir con escuadrones blindados, les atacan, pero lo consiguen. Para que hubiese una guerra civil haría falta que ni el Ejército pudiese entrar en algunos barrios, y estamos lejos de ello. En una guerra civil, como la de España, hay zonas controladas por un campo y otras por otro. Así que no, no creo que haya una guerra civil en lo inmediato.

P. En el extranjero llama la atención cómo Francia se levanta contra la reforma de las pensiones, con las imágenes de las manifestaciones, las basuras ardiendo…

R. Hace tiempo que se pregunta a los franceses si están a favor o en contra de esta reforma de las pensiones, y desde el principio están en contra. La gente continúa apoyando las huelgas, aunque le moleste que no funcionen los trenes o que no se recojan las basuras. La obstinación del Gobierno es verdaderamente sorprendente. No creo que consiga hacer la reforma. Los sindicatos se sienten apoyados y continuarán.

P. Usted conoce a Emmanuel Macron. ¿Cómo le ve usted hoy?

R. No es alguien fácil de entender. Pienso que tiene un fuerte sentimiento de superioridad intelectual y no entiende la situación. Sigue creyendo que es joven, que lo ha trastornado todo y que lo va a trastornar todo. Políticamente es verdad. Ha destruido la izquierda, al Partido Socialista, y casi ha destruido el partido de derecha, los Republicanos. Su operación ha sido un éxito, ha construido un bloque central que es mayoritario. Es una idea banal lo que le diré, pero los presidentes de la República tienden a perder el contacto.

Macron tiene un fuerte sentimiento de superioridad intelectual y no entiende la situación”

P. ¿Votó usted a Macron?

R. Esto no hay que decirlo. Primero, porque estoy a favor del voto secreto, es un principio importante. Y no quiero intentar influir a mis lectores, no es mi idea de mi relación con el lector.

Antes de despedirnos, le preguntamos a Houellebecq si se puede ir a su casa para fotografiarle. Y responde: “Verdaderamente, preferiría no hacerlo. Estoy en un estado triste. Tengo un aspecto agotado. Cuando me miro al espejo, me doy miedo. No duermo. No es el mejor momento”.



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Las fotos inéditas e íntimas del Congreso antifascista de 1937: Miguel Hernández, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Tristan Tzara…

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Luis Cernuda, uno de los mejores poetas en español del siglo XX, hizo de actor en el montaje de María Pineda, con que se homenajeó al fusilado Federico García Lorca en el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura de 1937. Manuel Altolaguirre, poeta y editor, fue el director de la obra. Ambos aparecen en bañador, junto a otros miembros del elenco artístico, en la playa de las Arenas de Valencia, en una fotografía apenas conocida de Walter Reuter (1906-2005). Como fotógrafo oficial del Comisariado de Propaganda del Gobierno de la República, tenía acceso directo al grupo de grandes intelectuales y escritores que participaron en aquella cita organizada con la finalidad de ganar la batalla de la opinión pública al fascismo. Ahora, más 80 años años después de encontrarse en paradero desconocido, vuelven a ver la luz en una exposición inaugurada este viernes en el Palau de Comunicacions de Valencia y organizada por la Generalitat valenciana, con la colaboración del Fondo Guillermo Fernández Zúñiga. La mayoría de las 60 imágenes que se exhiben son inéditas.

Sus retratos de grandes escritores, pensadores, poetas como Miguel Hernández, Rafael Alberti, María Zambrano, María Teresa León, André Malreaux, Tristan Tzara, Octavio Paz o Stephen Spender, que estuvieron ocultos en una lata durante 80 años. Fueron halladas en 2011 en el archivo personal de Guillermo Fernández Zúñiga (1909-2005), reconocido director de documentales y padre del cine científico español. Desde su descubrimiento, han sido estudiadas y catalogadas correctamente, según ha explicado Aku Estebaranz, comisario de la muestra, denominada Letras por la libertad y coordinada por el escritor Paco Cerdà, autor de la reciente novela 14 de abril (Libros del Asteroide).

Las fotografías forman parte de un conjunto temático de 360 negativos pertenecientes a la etapa valenciana de Reuter, fotógrafo que huyó de la Alemania nazi y se instaló en España hasta que se tuvo que exiliar al final de la Guerra civil española. Son fotos de propaganda, no de una fotoperiodista como Gerda Taro, a la que se deben las imágenes que han pasado a la posteridad de aquel congreso que inauguró el presidente del Gobierno republicano, Juan Negrín, el 4 de julio en el Ayuntamiento de Valencia y se prolongó hasta el 17 de julio. También se celebraron sesiones en Madrid y en Barcelona y fue clausurado en París.

De Taro se conocen sus contactos depositados en los Archivos Nacionales franceses, hasta 180 fotografías. En algunos momentos, ambos trabajaron hombro con hombro y publicaron de manera conjunta un reportaje en la revista francesa Regards en su número del 22 de julio de 1937, cuatro días antes de la muerte de la fotógrafa que fue pareja de Rober Capa.

La obra de Reuter representa la imagen de la propaganda oficial de la España republicana, sobre todo en sus trabajos como la Cartilla Escolar Antifascista, los reportajes de las colonias Escolares o la cobertura del citado congreso. Fue también un gran narrador visual por cuyo objetivo desfilaron milicianos, escritoras, obreras, refugiados, comisarios políticos…

Parte de los 2.200 negativos hallados se encontraban con un importante nivel de degradación, debido a las malas condiciones de conservación de la película de nitrato, común en la época y fuero enviados a la Filmoteca Española para su restauración. La aparición de este importante corpus de imágenes de Reuter -360 negativos en el Fondo Zúñiga más 80 en el Archivo Histórico del PCE- permite estudiar la cobertura del congreso y descubrir aspectos desconocidos, incluso para un estudioso como Manuel Aznar, que también ha colaborado en la muestra. Algunas imágenes se han podido ver en alguna ocasión como la de Miguel Hernández (Instituto Cervantes) o la foto playera de grupo (Biblioteca Nacional).

Exposición sobre Walter Reuter, con una imagen ampliada de su fotografía de Gerda Taro.
Exposición sobre Walter Reuter, con una imagen ampliada de su fotografía de Gerda Taro. MONICA TORRES

Los efectos de la guerra, según Robert Capa

Además, la Generalitat valenciana ha abierto al público en el mismo Palau de les Comunicacions otra exposición, dedicada a Robert Capa, uno de los fundadores de la prestigiosa agencia Magnum Photos. Reúne un centenar de imágenes tomadas entre 1932 y 1954. La actual presidenta de Magnum, la alicantina Cristina de Middel, ha explicado que se pueden ver las imágenes más relevantes que marcaron la historia de la carrera de Capa, “que va de la mano con la historia del siglo XX”. La muestra “es un testimonio de cómo las fotografías captan lo que pasa en el mundo y de cómo el lenguaje fotográfico habla de emociones”.

De Middel ha destacado que Capa fue “el primer gran fotógrafo humanista, un pionero que retrató las consecuencias de la guerra desde muy cerca y cambió el paradigma acercándose a las víctimas y a los soldados y captando la expresión humana para contar lo que estaba pasando”. La exposición está centrada en su obra sobre la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, la resistencia de China frente a la invasión japonesa o la Guerra de Indochina. También incluye retratos de artistas amigos del autor, como Picasso, Hemingway, Ingrid Bergman, Henri Matisse o Humphrey Bogart.

Fotografías de Robert Capa, sobre el desembarco de Normandía que se pueden ver en el Palau de les Comunicacions de Valencia.
Fotografías de Robert Capa, sobre el desembarco de Normandía que se pueden ver en el Palau de les Comunicacions de Valencia. MONICA TORRES

La exposición cuenta con la primera fotografía publicada por Capa cuando tenía 19 años, una instantánea de León Trotsky mientras pronunciaba un discurso en Copenhague en 1932, y con la última imagen tomada por el fotógrafo antes de morir en Vietnam mientras documentaba la Guerra de Indochina en 1954, con 40 años.

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