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‘Los reyes del mundo’: un retrato crudo y bello de los olvidados de Medellín

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“Un día todos los hombres se quedaron dormidos”. Presididos por esta frase poética y simbólica, los primeros minutos de Los reyes del mundo ponen el listón alto. Bellas imágenes en un mundo de derribo. Luces de madrugada. Aliento lírico. Majestuoso uso del silencio. Un caballo solitario que parece preguntarse qué demonios hace allí, en un sitio que no le corresponde. Una línea de guion que entra desde fuera, voz en off, como un susurro en un sueño que quizá sea pesadilla. Y que poco después queda desgajada, rota, por la brusca entrada del barullo, de la respiración volcánica de la ciudad de Medellín, de la violencia, de los machetes, de los gritos, del ensordecedor ruido de la mugre y la rabia. Hay cine ahí.

Así lo vio también el jurado del pasado festival de San Sebastián, que le otorgó la Concha de Oro a la mejor película. Su directora, Laura Mora Ortega, de 41 años, ya había estrenado en España hace cinco años la notable Matar a Jesús, su debut, también ambientada en su ciudad de nacimiento. Una obra humanista con intérpretes no profesionales, hija predilecta de las películas de Víctor Gaviria, que denunciaba la corrupción policial y judicial en Colombia. En esta segunda, con ecos de Los olvidados, de Luis Buñuel, cuenta en forma de road movie el camino hacia la esperanza de cinco chicos —el mayor, de 19 años; otros, apenas niños— que viajan por el país con una arrugada orden judicial en la mano para reclamar una propiedad de la abuela de uno de ellos, a la que se le ha dado la razón en uno de los procesos de Restitución de Tierras tras los Acuerdos de Paz entre el Gobierno colombiano y las FARC. Un largo trecho cargado de peligros y violencia en el que, como en toda película de carretera, hay también un retrato del paisaje físico y humano del país, hermoso y en estado de perpetua amenaza, auspiciado por una esperanza seguramente vana, con miseria y degradación a cada paso.

Mora Ortega, con una estimable carga visual, ayudada por el trabajo del fotógrafo David Gallego, compone un panorama desolador en el que la naturalidad de los chicos protagonistas, lejos de la interpretación convencional, resulta desbordante. Tanto, que con buen criterio la distribuidora española ha decidido estrenar la película con subtítulos en español para una comprensión total que no devalúa en modo alguno el conjunto. Los chavales se evaden oliendo pegamento; o abrazados a fulanas viejas que les dan cobijo sentimental por un rato, apretando sus cuerpecillos a las rotundas, ajadas y experimentadas formas de las mujeres. En un universo tan crudo, la solidaridad también aparece. Pero lo que reina en una historia dirigida, escrita y producida por mujeres no es precisamente la solidaridad ni la búsqueda de la dignidad, sino la corrupción y la ira en todas sus formas.

Una fantástica secuencia ejemplifica la fusión entre realidad y simbolismo que pulula alrededor del excelente trabajo de la directora y coguionista colombiana. Los cinco chavales, en una toma nocturna iluminada con arte y técnica por su director de fotografía, revientan farolas a su paso por una calle en medio de la nada. A cada pedrada, a cada luz de menos, entre la insensatez y lo cultivado tras una vida a la intemperie a golpe de rabia, con un machete en la mano como extensión de un interior enfebrecido y amargo, su paso por el lugar se torna más oscuro. Sin embargo, no es solo su camino por una calle. Es su camino por la vida el que se apaga, capturado por Mora Ortega con belleza y crudeza. “¡Qué fuerte soy por tu odio!”, dice una de las poéticas frases en off de la película. La fortaleza sin premio de unos chavales, unos reyes del mundo, tan reales como la mala vida.

LOS REYES DEL MUNDO

Dirección: Laura Mora Ortega.

Intérpretes: Carlos Andrés Castañeda, Davison Flórez, Brahian Acevedo, Cristian Campaña. 

Género: drama. Colombia, 2022.

Duración: 111 minutos.

Estreno: 17 de marzo.

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Cultura

El nicaragüense William González gana el Hiperión de Poesía con una obra que rinde homenaje a las migrantes

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El poeta nicaragüense William González, en Madrid.Alfredo Urdaci

El joven poeta nicaragüense William González (Managua, 23 años) se ha alzado este martes con el premio Hiperión de Poesía por su obra Inmigrantes de segunda, que ahonda en la vida de las mujeres migrantes y sus esfuerzos extenuantes para sacar adelante a sus familias en España. El jurado del premio ha destacado que González “insiste y amplía su temática en el mundo de los desposeídos, y muy en especial de las desposeídas, mujeres inmigrantes con las que convivimos sin prestarles apenas atención y cuyas vidas no tienen eco en el mundo de la poesía”. Se trata de un retrato íntimo y autobiográfico, en el que González hace un homenaje a su madre, migrada de Nicaragua y quien llegó a inicios del 2000 a España para trabajar como empleada del hogar. “Es un reconocimiento a ella y a las mujeres migrantes latinoamericanas, que son explotadas laboralmente”, dice González en entrevista telefónica. Esta es la primera vez que un poeta centroamericano se alza con el premio Hiperión de Poesía, que se entrega desde 1986 a obras inéditas de creadores menores de 35 años.

El jurado, compuesto por los poetas y escritores Ariadna G. García, Benjamín Prado, Jesús Munárriz, Francisco Castaño y Ben Clark, ha destacado que la de González es una “poesía necesaria, porque nace de la necesidad de dar voz para hacer visibles a quienes quedan en el ángulo muerto de nuestra mirada satisfecha, que nunca se pregunta cómo es que están limpios el hospital donde me atienden, la oficina en que trabajo, la casa que habito. Como tampoco qué hay más allá de las luminosas calles comerciales, las amplias avenidas, las plazas con palomas. Quién vive y cómo en las afueras de la historia”.

El fallo del jurado para la entrega del XXXVIII premio de poesía Hiperión.
El fallo del jurado para la entrega del XXXVIII premio de poesía Hiperión.

El joven poeta ha recibido la noticia del galardón “con mucha satisfacción”, porque, dice, es un “reconocimiento muy grande para Nicaragua, Centroamérica y Latinoamérica”. González define su poesía como social, porque aborda en ella los problemas que afectan a los migrantes. Al ser él mismo hijo de migrantes, González se ha interesado por las difíciles condiciones en las que estos trabajan en España. “El eje fundamental es mi madre, empleada del hogar, quien llegó a principios del 2000 a limpiar casas. El libro ahonda en las empleadas del hogar, la pobreza, la marginalidad de los barrios y la muerte, porque mi madre se ha enfrentado a un trabajo muy físico que ha hecho que sus huesos envejezcan, a pesar de que está en la cincuentena, sus huesos son los de una mujer de 80″, explica el poeta. “Es un trabajo físico muy mal pagado”, agrega. En el libro, cuenta González, rompe esquemas literarios porque inicia con tres citas de mujeres latinoamericanas que denuncian los malos tratos laborales.

La marginalidad es un tema que el joven poeta ya había tratado en su ópera prima, Los nadie, al sumergirse en una denuncia sobre los problemas que enfrentan las migrantes, los repartidores de comida a domicilio, vendedores callejeros y jóvenes empobrecidos que deben resistir día a día en un país europeo que les da la espalda. El libro, que obtuvo el premio de Poesía Joven Antonio Carvajal, tiene como “principal acierto el esquivar tanto el documento prosaico como el desgarro patético para entregar un testimonio lírico cargado de futuro”, se afirma en una crítica publicada por Luis Bagué Quílez en Babelia.

William González con una copia de su libro 'Los nadies'.
William González con una copia de su libro ‘Los nadies’.Alfredo Urdaci

González explica que la migración ha sido “muy dura”. Un desarraigo doloroso, a pesar de haber llegado a España de niño: tuvo que dejar a sus amigos, la escuela e iniciar de cero en un país extraño. Además, en soledad, porque su madre salía de casa cada día a las siete de la mañana y no regresaba hasta entrada la noche, con trabajos también sábados y domingos “para llegar a fin de mes”. Él se refugió en la poesía, dice, con Rubén Darío y Ernesto Cardenal como figuras titulares. “La poesía es mi vida, no un desahogo, es mi día a día”, afirma. “La poesía siempre ha estado ahí como representación máxima de la belleza del lenguaje”, agrega.

La noticia del premio ha generado reacciones entre los dos más destacados escritores nicaragüenses, Gioconda Belli y Sergio Ramírez. “Un notición hoy Día de la Poesía: William González, de Nicaragua, ha ganado el prestigioso premio de poesía Hiperión. Felicidades a William por su segundo premio importante en España, donde llegó a los diez años”, ha escrito en Twitter Belli. “El Hiperión, uno de los premios más importantes de poesía en España ha sido ganado por el nicaragüense William González. Qué alegría y qué orgullo”, ha dicho por su parte Ramírez.

González dice que continuará escribiendo poesía de denuncia, que pone su atención en los desprotegidos. “Lo hago desde el raciocinio, desde el sentido común. Lo hablo desde mi origen, porque veo a mi madre sufrir. Hay que vivirlo para contarlo. No voy a alejarme de la realidad, porque mi poesía siempre va a estar ligada a lo que he vivido”, afirma el joven poeta.



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El Kanka: “Este disco es una fotografía de mis últimos cinco años”

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Juan Gómez Canca, conocido artísticamente como El Kanka, presentó hace unos días su último trabajo, Cosas de los vivientes, a un grupo de lectores de EL PAÍS. El artista malagueño compartió sus ganas de volver a los escenarios con una gira que ha comenzado este mismo mes y que lo llevará por casi 30 ciudades de España y Colombia. Este encuentro forma parte del programa de actividades exclusivas para suscriptores del EL PAÍS+.

Cosas de los vivientes ha significado el regreso de un disco de El Kanka al mercado, después de haber lanzado una serie de canciones sueltas desde la pandemia. Ahora ven la luz 14 temas que para el artista son “una fotografía” de sus últimos cinco años. “Son canciones compuestas desde los 35 años para arriba, que se tiene otra perspectiva de la vida que a los 18″, evidenció sobre la madurez de su sonido y letras. Aclaró que esto, sumado al hecho de perder a su madre cuando era pequeño y recientemente a su padre, le hace tener la muerte más presente, pero justo esa sombra es un acicate para exprimir más la vida y reflejarlo en sus composiciones.

Una de las preguntas de los suscriptores fue sobre la influencia latinoamericana que lo acompaña en su carrera y está también vigente en este disco. “La música que escuchaba en casa era casi el 90% latinoamericana”, compartió el compositor, que explicó que la melomanía de su padres le hizo crecer con Chavela o Violeta como un referente más.

Ante el comienzo de su gira, el malagueño apuntó que prefiere los conciertos al estudio “porque hay algo ahí de conexión con las emociones de los que estamos en el escenario y los que están debajo”, que le da fuerza para continuar con su trabajo.

Ya hay varias fechas para las que se ha colgado el cartel de “no hay entradas”, algo ante lo que el autor mantiene los pies en el suelo: “No están tan lejos los conciertos que se llenaban con 100 personas”. El artista recordó sus inicios, cuando espiaba por los resquicios de las puertas si la sala iba cogiendo ambiente o era una noche de darlo todo para un grupo reducido.

El artista malagueño anunció que el reportorio de esta gira lo formarán 25 canciones y que la mayoría se encuentran en el nuevo disco. Aunque sabe que al público no le pueden faltar los ya clásicos de su carrera, a El Kanka lo que le da vidilla son las nuevas canciones. Y reveló a los lectores cómo las ha elegido para la gira: “Ayudado por mi percusionista, que llevo trabajando con él 18 años; solo me estaba dando de cabeza contra un muro y quedé con él una mañana, nos tomamos una cervecita y lo arreglamos entre los dos”.

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Nostalgia y palomitas: el cine se mira en el retrovisor

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A principios de los años cincuenta coincidieron dos de los clásicos que mejor han reflejado el ocaso del viejo Hollywood y el traumático paso del cine mudo al sonoro. Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses), de Billy Wilder, se estrenó en 1950. Cantando bajo la lluvia, firmada por Stanley Donen y Gene Kelly, dos años después. Si Wilder encontró en la belleza decadente y felina de Gloria Swanson la trágica encarnación del Olimpo perdido, Kelly y Donen evocaron el final de aquella gloriosa constelación de estrellas con una tormenta de lluvia bautismal: el agua bendecía el presente a través de una coreografía que pisaba como los ángeles todos los charcos posibles. Hollywood miraba a su pasado, pero sin miedo al futuro.

No puede decirse lo mismo de la serie de películas que, siete décadas después, vuelven a mirar atrás para reivindicar los orígenes del séptimo arte ante un nuevo punto de inflexión en la historia de una industria condenada a mutar con cada nuevo avance tecnológico. El terremoto que supuso la llegada del sonoro se replica ahora, cuando la puntilla de una pandemia ha agrandado el abismo entre las salas de cine y una parte considerable de sus espectadores. Si la televisión precipitó lo que hoy conocemos como el Nuevo Hollywood, la revolución digital ha dinamitado la propia naturaleza del cine, suplantada por la preeminencia del audiovisual y el credo del algoritmo.

Spike Jonze, con camiseta de tirantes, como Otto, ‘alter ego’ de Erich von Stroheim, en ‘Babylon’.

Todo lo cual ha desembocado en algo que la crítica Caitlin Quinlan define en un extenso artículo para Art Review como una cansina “carta de amor al cine” en la que caben desde la última película de Sam Mendes, El imperio de la luz (estreno en España, el 31 de marzo), con la imagen de Olivia Colman sola en un desértico patio de butacas llorando ante una pantalla que ilumina su rostro, al collage final de Babylon, la excesiva película de Damien Chazelle que se cierra con un montaje de un par de minutos en el que Manny Torres, el personaje que interpreta Diego Calva, se pierde obnubilado en el gallinero de una gran sala mientras se cruzan fragmentos icónicos de la historia del cine. En su batiburrillo, Chazelle se mira con especial insistencia en el espejo de Cantando bajo la lluvia, aunque el contagioso optimismo del musical de Kelly y Donen esté a años luz del hueco barroquismo del director de La La Land. “El concepto de ‘carta de amor al cine’ se ha vuelto tan omnipresente en el marketing y la crítica cinematográfica que se ha convertido en una broma”, señala Quinlan.

En esa misiva nostálgica que cierra Babylon se cuela un fotograma que también aparece en ¡Nop!, la asombrosa película de Jordan Peele que sí ofrece una reflexión estimulante sobre nuestro agotamiento visual y los monstruos que crea el sueño digital. El osado cóctel de referencias de ¡Nop!, abierto a todo tipo de interpretaciones, se cruza con Babylon al citar al pionero de la imagen Eadweard Muybridge y sus jinetes en movimiento. Aunque en su deconstrucción del taquillazo, Jordan Peele señala directamente al padre del fenómeno, Steven Spielberg, y la película que en 1975 dio sentido al término, Tiburón.

Con su último filme, Los Fabelman, Spielberg se suma a las ficciones autobiográficas que esta temporada han llenado las pantallas. Su maravillosa película, sin embargo, es más melancólica que nostálgica. El cineasta no quiere volver a su problemática adolescencia, pero el descubrimiento del cine está ahí, en ese niño, Sammy, al que sus padres llevan a ver el clásico de Cecil B. DeMille El mayor espectáculo del mundo (también de, precisamente, 1952) y que, embrujado por el invento, acabará convirtiendo sus pequeñas manos en una íntima pantalla en un plano para el recuerdo. El futuro cineasta ya tiene el mundo en sus manos.

Como explica el teórico Santos Zunzunegui en su ensayo de 2017 Bajo el signo de la melancolía (Cátedra), “cine y melancolía forman una pareja indisoluble” por esa capacidad única de convocar imágenes “de mundos desvanecidos”. Así, de Armageddon Time, de James Gray, a Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, o la más cercana a la perniciosa industria de la nostalgia Apolo 10 ½, de Richard Linklater, reluce el anhelo de un mundo de máquinas de flipper, televisión y travesuras callejeras que evocan el fin de la inocencia de una potencia cultural, la estadounidense, en crisis.

Paul Dano, Mateo Zoryan y Michelle Williams, en un fotograma de 'Los Fabelman', de Steven Spielberg.
Paul Dano, Mateo Zoryan y Michelle Williams, en un fotograma de ‘Los Fabelman’, de Steven Spielberg.Merie Weismiller Wallace (EFE/Universal Pictures/Amblin Entertainment)

Las películas que se asoman al retrovisor para retratar los orígenes de una educación sentimental que pasa por las salas de cine trascienden el espacio ideológico de Hollywood. Del díptico The Souvenir Iy The Souvenir II (2019-2021), en el que la británica Joanna Hogg recrea sus años de estudiante de cine en Londres, al eco de una obra maestra de hace 10 años, Goodbye, Dragon Inn, de Tsai Ming-liang, que asoma en la reciente y preciosa La última película, del indio Pan Nalin.

Uno de los que abrieron la veda desde dentro de la industria estadounidense fue Quentin Tarantino con la fabulosa Érase una vez en… Hollywood (2019), película sobre las tripas de una comunidad de triunfadores y perdedores que este año ha implosionado con la polémica Blonde, de Andrew Dominik, que exprime el mito de Marilyn y del Hollywood más fantasmagórico.

Dicen que la nostalgia es un mecanismo de defensa en épocas de crisis. El propio Spielberg ha confesado que no hubiera hecho Los Fabelman sin “la consciencia de la mortalidad” que nos asaltó durante la pandemia. “Esa sensación de gran fragilidad me provocó la valentía necesaria”.

Por desgracia, ese sentimiento noble se presta a manipulaciones peligrosas o deriva en esa delirante industria que cristalizó en series como Stranger Thingsy que se ha traducido en infinidad de remakes, reboots y spin offs. La estrategia del retrovisor ha tocado este año techo con la película que, según el propio Spielberg, podría salvar las salas de cines. Se trata, sí, de Top Gun: Maverick, el regreso de Tom Cruise al reino de los cielos y a una nueva forma de nostalgia con palomitas.

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