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Pablo Andrés Escapa: “El consumo crea clientes, no personas”

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Pablo Andrés Escapa vive entre legajos de cartas y libros antiguos en la Biblioteca del Palacio Real, donde investiga el rastro epistolar de personajes legendarios como el conde de Godomar o el cardenal Granvela. Pero también es un cuentista de largo aliento. Este leonés de 58 años aprendió escuchando los cuentos que inventaba su padre y ahora acaba de reunir los suyos de toda una vida en Herencias del invierno. Cuentos de Navidad(Páginas de Espuma). Él es creyente, pero defiende el valor de esta época para todos.

Pregunta. ¿Qué le dice la Navidad?

Respuesta. Para mí es un estado de ánimo, tengo recuerdos de infancia muy buenos que le debo a mi padre, que nos hacía vivir unas navidades de cuento. Crecimos creyendo que el valle de Laciana [León] era el territorio al que llegaban los Reyes Magos después de burlar al faraón de Egipto, que intentaba impedírselo. Por eso la Navidad es un estado de ánimo predispuesto a la credibilidad, a leer y a la magia.

P. ¿Tiene sentido la Navidad en un mundo laico?

R. Para mí sí, porque es creer en el misterio, que está por encima de nosotros. Es trascender la realidad, no quedarse solo en la cuestión de las luces, sino saber que tiene un trasfondo que nos apela. Y no hablo de valores religiosos, sino humanísticos. Entre lo mejor que tiene el espíritu humano está la inocencia, la credulidad, el candor. A veces pasa desapercibido entre tanta luz y tanto aparato, pero están ahí. Siempre me ha interesado la imaginación, el misterio y el prodigio como parte de lo cotidiano y eso es lo que aporta la Navidad. Despegarse de la realidad mostrenca es importante y contribuye a la edificación del alma.

Importa que se conozca el emisor, pero el contenido del mensaje importa cada vez menos. Demasiado mensaje, demasiado superficial y demasiado rápido”

P. ¿Hasta qué punto hay fantasía o realidad en esos Reyes Magos, en la Virgen o San José?

R. Hay una verdad histórica que es el nacimiento de Jesús y, a partir de ahí, un relato magnífico que me ha influido como escritor. Hay elementos que considero propios de la narrativa. El estado de ilusión e inocencia me parece un valor humano todo el año y nos ayudaría bastante desde febrero hasta diciembre también.

P. ¿No hay más consumo que candor?

R. Claro, el candor cuesta más trabajo porque lo que se nos presenta es el embalaje. El consumo crea clientes, no personas. Deslumbra, aunque te esté vendiendo humo.

P. ¿Pero hay espacio para las personas en un mundo de clientes?

R. Debería haberlo. Cada vez es más difícil, es un trabajo personal de búsqueda y de conciencia crítica. Lo fácil, lo iluminado y lo que se invita a seguir es el otro camino, el del consumo, con la idea falsa de que estás ejerciendo una libertad que en realidad es muy dirigida.

P. ¿Qué cuento de su padre le dejó más huella?

R. Mi padre siempre nos llevaba en su relato a un castillo con siete puertas, cada una de un color. Allí solo podíamos elegir una y los tres hermanos teníamos que ponernos de acuerdo. Era una elipsis fabulosa, te dejaba siempre con las ganas de abrir las demás. Nunca cedió, solo podíamos elegir una por cuento, un cuento por día. Era capaz de fabular con cualquier situación, por ejemplo, la nieve. Todo siempre entreverado con elementos mágicos.

P. ¿También les leía cuentos clásicos?

R. Mi madre lo hacía, que era maestra, pero mi padre los inventaba. Él tenía una tienda en el pueblo donde vendía relojes porque mi abuelo era relojero de los de antes. Hacía traer una pieza de Suiza, por ejemplo, y nunca entendió que se tiraran cuando se estropeaban en lugar de sustituir la pieza rota. Su concepto era otro, la garantía era de por vida.

P. ¿Qué significa ser bibliotecario del Palacio Real?

R. Para mí es estar en contacto con una tradición, la del libro antiguo y la posibilidad de conocer a fondo la historia de la lectura y la imprenta.

Hay una verdad histórica que es el nacimiento de Jesús y, a partir de ahí, un relato magnífico que me ha influido como escritor”

P. ¿Qué ha sido lo más sorprendente que ha encontrado en su trabajo?

R. Conocer la vida cotidiana de principios del siglo XVII, por ejemplo, a través de estos epistolarios. Gondomar nació en Astorga, era gallego de formación, viene a la corte y acaba siendo embajador de Felipe III en Londres y un diplomático excepcional, de primer orden. He ido conociendo su personalidad a través de su correspondencia. Y Granvela era un representante de la gran política europea: primer ministro de Carlos V y también con Felipe II, por lo que sus correspondientes fueron los grandes nobles italianos, franceses, españoles, ingleses. A través de las cartas ves cómo se gestiona la batalla de San Quintín o el Concilio de Trento. De primera mano.

P. ¿Y cómo siente el mundo actual en que las decisiones se toman por WhatsApp y se anuncian por Twitter? ¿Cómo se estudiará en el futuro?

R. Se estudiará como una época con demasiadas palabras y escasa profundidad. Estamos rodeados de ruido, pero no se profundiza. Importa que se conozca el emisor, pero el contenido del mensaje importa cada vez menos. Demasiado mensaje, demasiado superficial y demasiado rápido.

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Cada hora se publican en España diez libros nuevos: ¿se editan demasiados títulos?

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Cuando uno mira al firmamento nocturno solo alcanza a ver, si lo permite la contaminación lumínica, un número muy reducido de las estrellas que forman el universo. Y solo esa pequeña porción ya resulta abrumadora. Algo similar, en otro orden de magnitud, ocurre en las librerías: abruma mirar las mesas novedades, tan nutridas y cambiantes, y eso que en ellas solo se avista la punta del iceberg de todo lo que produce anualmente el mercado. Precisamente un astrónomo, Carl Sagan en su serie Cosmos, visitaba una biblioteca pública y dejaba constancia, señalando un par de estanterías, de los pocos libros que uno puede leer en el tiempo que dura una vida, en comparación con la inmensidad de la biblioteca: qué ansiedad. La oferta anual en España… ¿es una cifra demasiado grande, o es razonable? ¿Por qué esa cifra es la que es? O la pregunta que ya se ha convertido en un mantra en el sector: ¿se publica demasiado en España?

Fueron 92.700 títulos en 2021 (el 69,7% en soporte papel y el 30,3% en otros soportes), según los últimos datos la Estadística de la Edición Española de Libros con ISBN. Aunque con matices. De esa cifra, únicamente 30.000 son de naturaleza comercial, según señala Jesús Badenes, director general de la División Editorial del Grupo Planeta, uno de los dos grandes grupos editoriales en España, junto a Penguin Random House. “El resto son publicaciones institucionales, de organismos públicos o libros de texto”, cuenta Badenes. “Muchos de ellos intentan encontrar lectores en un vasto universo geolingüístico que incluye España y Latinoamérica. Así que no está tan claro que sean demasiados”, añade. En el entorno las cifras son aún más altas: en Francia son 110.000, en Alemania son 125.000, en Italia son 110.000 y en Reino Unido son 180.000. Además, en España, la tirada media fue de 3.590 ejemplares por título (4.367 en el caso de la novela), según el Estudio de Comercio Interior del Libro 2021, de la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE).

El debate puede abordarse desde el prisma de la cantidad o el de la variedad, creen en Penguin Random House. Y prefieren centrarse en este último: “Un mayor número de publicaciones implica una mayor oferta para los lectores cuyos gustos e intereses son muy heterogéneos. La labor de las editoriales es la de seleccionar los mejores contenidos para sus catálogos y la de las librerías la de seleccionar aquellos que se ajusten a sus clientes”, explican fuentes del grupo.

La librería Farenheit 451 de Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI

¿Por qué se publican tantos libros?

Las editoriales tienen buenos motivos para publicar muchos títulos: como nunca se sabe, por mucho olfato que tengan los editores, qué libro dará el campanazo, cuantas más novedades se lancen, más números tendrán en la lotería del éxito. Aunque no llegue el best-seller, publicar más títulos es una forma de llegar mayor número de sensibilidades y, por tanto, de ventas. Algunas editoriales, sobre todo las más grandes, pueden tratar de ocupar mayor espacio físico y metafísico con sus lanzamientos en librerías, medios de comunicación y hasta en la mente de los potenciales clientes.

También, de una manera más estructural, se implica la naturaleza del sistema editorial español, que es como una bicicleta: “Se publican novedades constantemente para que no se pare el invento y nos caigamos de la bici”, dice Daniel Fernández, presidente de la FGEE y editor en Edhasa. “También podría verse como una riqueza cultural: hay muchas tipologías y tipos de lectores, y tienen muchos intereses distintos, que encuentran en el mercado ―añade Fernández―. Tampoco hay que olvidar que el sector editorial español tiene mucho mercado en América Latina, lo que hace difícil ponderar”. La FGEE publicó recientemente su Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España, con datos de 2022: un tercio de la población no lee libros nunca o casi nunca, pero un 64,8% lo hace habitualmente, por placer, en el mejor dato del último decenio.

Cómo funciona la bicicleta del libro

En los momentos más crudos de la pandemia, la editorial independiente Errata Naturae puso sobre la mesa, mediante un comunicado y un parón en su producción, el debate sobre el funcionamiento de la industria. “Muchos piensan, algunos nos dicen, que si te paras el sistema te arrolla, como arrolla el automóvil al cervatillo que, deslumbrado por los faros, se detiene en mitad de la carretera”, comenzaba su texto. Y no les gustaba esa metáfora: más que el cervatillo, se sentían el coche que todo lo arrolla.

Denunciaban que un tercio de los libros publicados acaban guillotinados, en una situación que juzgaban insostenible. Y explicaban con claridad el funcionamiento del sistema: si un libro no se vende, el librero lo devuelve al distribuidor, pero no recibe el dinero que pagó por él, sino un crédito para comprar nuevos libros. En el otro lado, el editor de esos libros no vendidos no tiene que devolver dinero al distribuidor, sino que adquiere una deuda. Una deuda que afrontará publicando nuevos libros con la esperanza de venderlos, y que llegan de nuevo al librero, reactivando su crédito. De esta forma se establece la rueda, la bicicleta que no puede frenar a la que hacía alusión Daniel Fernández.

“Así, cada vez que se publica un libro, el editor y el librero reciben o no su parte, pues muchas veces no les llega dinero, sino deudas o créditos. El distribuidor, por su parte, atesora siempre capital real”, escriben en Errata Naturae, “para el librero y el editor es fundamental la venta de los libros; para el distribuidor, sin embargo, es fundamental el flujo de los libros”. Aunque en este proceso no se mueva dinero, sino deuda y crédito, tiene correlato en el mundo físico: los libros se imprimen y se trasladan de un lado a otro, con el consiguiente coste económico y medioambiental. Precisamente en ese proceso de generación y movimiento el sector genera una parte de su economía. El coste medioambiental no viene solo del consumo de combustible sino de diversos elementos del libro, como el papel, las tintas, las cubiertas, el empaquetado, incluso el diseño, que generan impacto, sobre todo si los libros acaban siendo destruidos. En ocasiones, se ha hablado de penalizar la destrucción de ejemplares o el exceso de devoluciones, o de plantear una ecotasa al sector.

¿Habría posibilidad de cambiar este triángulo de deudas y créditos que condiciona el funcionamiento de la industria? Para Fernández, si se quiere repensar el funcionamiento y frenar la bicicleta sin riesgo, sin caerse al suelo, tal vez sería necesario “un acuerdo entre absolutamente todo el sector, editoriales, libreros, distribuidores, y así lograr cambiar radicalmente el sistema”. Para ello tiene que haber una fuerte voluntad, e interés, por parte de todos los actores de la cadena del libro y generarse un foro de debate. Tal y como funcionan las cosas, el sector editorial español facturó un total de 2.576,7 millones de euros en 2021, según el Análisis del Mercado Editorial en España. Fue uno de los que mejor resistieron el envite de la pandemia, porque la gente se puso a leer.

Libros en catalán en la librería Ona de Barcelona, el 13 de diciembre de 2022.
Libros en catalán en la librería Ona de Barcelona, el 13 de diciembre de 2022.
Gianluca Battista

Otros ritmos de publicación

El Grupo Planeta publica unos 2.100 libros al año. Penguin Random House publica 1.780. Pero además de los dos grandes grupos, existe un nutrido ecosistema de editoriales independientes, medianas, pequeñas o infinitesimales. Una bien establecida, desde 2006, es Periférica, que publica en torno a 20 títulos al año. Comparado con un gran grupo es una cifra ínfima, para una editorial pequeña supone una buena carga de trabajo. “Es el número de títulos que el pequeño equipo que forma la editorial puede sacar adelante preservando nuestros estándares de calidad y cuidado, y el que permite que nuestro ecosistema sobreviva con cierto equilibrio. En realidad, un proyecto como el nuestro trata de encontrar la supervivencia en los intersticios del mercado”, explica la editora Paca Flores.

La alta producción editorial significa, según la editora, que los libros estarán menos tiempo en la librería, lo tendrán más difícil para llegar al público y tendrán que valerse de otras estrategias. Después de la profunda reflexión y el trabajo que hay detrás de cada título, “se encoge un poco el corazón sabiendo que alguno arderá en la pira de la alta rotación del mercado”, dice Flores. Publicar con mesura también tiene sus ventajas: aportarle a cada libro el tiempo y el cuidado que se necesitan. “Esto es algo que no podríamos hacer si publicáramos un número mayor de títulos”, añade la editora, “nuestras autoras y autores lo saben, y creo que valoran más el paseo que la carrera, un modo algo más sosegado, aunque no menos contundente, de intervenir en la realidad”

Libreros y lectores: la ley de la oferta y el agobio

Si los libros se generan en las editoriales, su fin natural es avanzar por la cadena del libro hasta llegar a los lectores. Pero antes están las librerías. “Manejar esta alta circulación de libros implica un alto coste de gestión”, explica Álvaro Manso, librero de Luz y Vida, en Burgos, y portavoz de la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL), “se echa mucho tiempo en gestionar la entrada de los libros, su colocación, luego la devolución de los no vendidos. Nos gustaría que se publicara menos, que hubiera más selección”.

Señala Manso que la necesidad de las editoriales de despachar los libros de corto recorrido y gran volumen (libros de actualidad o emergencia, lanzamientos de personajes famosos, y así) no permite dar el merecido protagonismo al fondo de la librería, al que no le queda espacio en los escaparates o en las mesas expositoras. Muchas veces ese ajetreo, que además ocupa el espacio limitado de las librerías, impide ejercer la celebrada función social de los libreros: atender a los lectores, escuchar sus deseos y ofrecerles sus recomendaciones, embarcarse en tertulias improvisadas. “No se deja tiempo para leer a los lectores, ni la necesaria repercusión para cada autor, dado que la velocidad de rotación de las novedades es cada vez mayor”, dice el librero.

Al final, los lectores que visitan las librerías o se asoman a los suplementos culturales se ven abrumados como esos románticos que, al principio, se empeñaban en contar estrellas en el firmamento nocturno. “Al sector del libro le afecta también esa hipertrofia que la economía de mercado inyecta en casi todos los sectores productivos, también en los diversos sectores culturales”, opina Flores. Una oferta abrumadora de títulos que se une a la que posiblemente sea la mayor oferta de entretenimiento que ha sufrido la humanidad en toda su historia, con plataformas audiovisuales, gran variedad de podcasts, el embrujo de las redes sociales y la pareja sensación de que cada vez tenemos menos tiempo para hacer cualquier cosa. Surge la paradoja de la elección: el ser humano está más insatisfecho cuantas más alternativas le ofrecen. La ley de la oferta y el agobio.

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Cultura

Las cabezas africanas que fascinaron a las vanguardias europeas

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Ha existido una Historia, con mayúscula, de lo que se ha dado en llamar “arte africano” y ha sido escrita fundamentalmente desde Europa y Estados Unidos. Se trata de una historia en minúscula, que ya no puede seguir contándose. Sergio Rubira, comisario junto al antropólogo e historiador François Neyt de la abrumadora muestra Metamorfosis del ser —que el Círculo de Bellas Artes de Madrid expone hasta el 14 de mayo—, sostiene que la Historia del Arte Africano está llena de prejuicios y tópicos, “pero también de exclusiones y evasiones”. Explica que las historias construidas desde las culturas a las que pertenecen los objetos se han ignorado sistemáticamente, “igual que se ha evitado hablar del modo en que muchos de estos objetos llegaron a los museos y las colecciones occidentales”.

Así, en plena revisión de la Historia del Arte (con mayúscula), Rubira sostiene que esta muestra, que parte de la colección Sanchez-Ubiría, “pone en cuestión nuestras categorías, ya que las obras se resisten a la clasificación”. Explica que han buscado evidenciar cómo ha ido cambiando su percepción en Occidente y qué sucedió cuando algunas piezas volvieron a África temporalmente durante los años del panafricanismo. “Al regresar, volvían convertidas en obras de arte, transformadas en lo que aquí entendemos como patrimonio, y muy cargadas políticamente, como expresión de una identidad concreta”.

A Marga Sánchez, que durante décadas ha construido esta colección de arte africano, le obsesiona una paradoja: la presencia y ausencia de la mujer en el arte africano. “La gran representación son mujeres, generalmente con referencias a la maternidad y al origen de la vida. Sin embargo, la mujer está también ausente. No es autora, no puede ser herrera, no puede trabajar la madera. Todo lo que tiene que ver con la creación artística —los bailes, las fiestas, la intimidación que supone el uso de ciertas máscaras— le está prohibido”, explica. Sin embargo, aclara, y esa es la paradoja, que “en África el arte es pintura corporal y danza también”. “Y ahí la mujer sí es autora, aunque le esté prohibido participar en sociedades secretas”.

Figura en piedra de la cultura akwansi, de Nigeria, datada entre los siglos XII al XV.CÍRCULO DE BELLAS ARTES

Aunque África es una suma de múltiples culturas —que la exposición deja claro—, la ruptura entre arte y mujer ocurrió en toda África solo según la manera occidental de juzgar el arte y la autoría”, añade. Sánchez, una economista que fue galerista y que en sí misma encierra una novela de búsqueda de libertades y acopio cultural, insiste en que, a diferencia de la mujer occidental —que en el arte era más musa que autora—, la africana ni siquiera fue espectadora. “Las danzas se realizaban en sociedades secretas, con ritos de iniciación. La mujer no intervenía con un papel relevante en los cultos a los ancestros, sin embargo, sí participaba en la danza, tan reflejo de la cultura como el trabajo en metal. ¿Dónde queda entonces la mujer?”.

Es esa ausencia-presencia, la paradójica prohibición a hacer, y a la vez su utilización como motivo, es lo que hoy fascina a Sánchez. Y fue la ausencia de su hermano la que la empujó a iniciar esta colección. Cuando Nito Sánchez murió, encontró en su buhardilla del Rastro madrileño las dos primeras máscaras. Se agarró a ellas para intentar retener algo de ese hermano. E hizo crecer ese poco investigando. “En el arte africano no hay retratos de mujeres, ni siquiera de mujeres poderosas, que las hubo al mando entre los luba del Congo o los ashanti de Ghana. No son retratos de personas. Es el retrato de su rol, no de ellas mismas. Se captura la maternidad, el origen de la vida, pero no a una persona en concreto”. Esa distancia en el retrato, sin embargo, no es exclusiva de las mujeres, “en parte era por miedo a que el espíritu aprehendiera la esencia de una persona y causara daño. El retrato en África no es posible”, concluye. Y abre la puerta a otra paradoja, la fuente de retratos que África supuso para la modernidad.

Desde la apropiación cubista, fauvista y surrealista hasta la expresionista: “¿Por qué Sweeney, conservador del MoMA de Nueva York, iba a organizar una exposición como African Negro Art en 1935?”, pregunta Rubira. En esta colección de arte africano hay huellas de Klee en un cerrojo, de Julio González en una máscara masculina del Congo, de Marino Marini en una escultura ecuestre de arcilla procedente de Malí, y Brancusi está en las figuras protectoras con rasgos geométricos triangulares de los lualua y lulua. En su estudio parisiense, Picasso tenía una máscara Walu de Malí que Sánchez adquirió. Esa máscara cuelga ahora en las paredes del Círculo.

Desde la izquierda, máscara okperegede de madera de la cultura Idoma (Nigeria), datada entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Y máscara de la doncella, de la cultura idoma (Nigeria).
Desde la izquierda, máscara okperegede de madera de la cultura Idoma (Nigeria), datada entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Y máscara de la doncella, de la cultura idoma (Nigeria).

“Lo que en Occidente es arte en África son objetos culturales”, explica Sánchez. “Por eso, tal vez, esa lectura sobre la mujer es también Occidental”. Sánchez, que lleva 40 años coleccionando arte africano, tiene una teoría. Se basa en los escritos de los viajeros europeos del siglo XVII y XVIII. “Fue la división del trabajo lo que llevó a la mujer a la casa y a la crianza. Y hay testimonios, del siglo XIX, cuando llega la colonización que atribuyen la cerámica a las mujeres. Se da por la vinculación de un horno a un lugar y de un lugar a una vivienda”.

En esta exposición hay obras de principios del siglo XX y obras con más de dos mil años. Hay partos, sexualidad, hermafroditismo, siameses, seres andróginos y gemelos “que mandan hacer cuando mueren para lavarlo, cuidarlo y alimentarlo en ausencia del muerto”. Es decir, hay tanta verdad como prejuicio. Así, hay muñecas ashanti de Ghana o mossi de Burkina Fasso que las niñas llevan a la espalda para asegurar la descendencia porque es la falta de descendencia en muchas culturas africanas lo que implica la marginación social. “No está nadie y a la vez, paradójicamente, no hay nadie excluido porque nadie está específicamente representado. Está siempre la comunidad por encima de la persona”, sostiene Sánchez.

Rubira y Sánchez explican que en el arte africano es todavía difícil datar el momento en que algunas obras fueron realizadas. Se requerirían pruebas de carbono 14 en la madera —algo poco habitual señala Sánchez— y de termoluminiscencia, que todas las piezas de su colección tienen. “La Iglesia y el islam arrasaron con muchas obras. Y con casi toda la información: Prohibieron los objetos de los rituales animistas y las sociedades secretas. Mucho se quemó. Otra parte ha quedado destrozada por las termitas. Por eso se datan entre varios siglos, indicando la transición”.

A la hora de elegir una entre las más de 300 obras expuestas, Rubira se decanta por lo que queda fuera: “La biblioteca que Sánchez ha ido formando a lo largo de los años y que cuenta las transformaciones en el significado de estos objetos”. De la mirada etnográfica al reconocimiento artístico. ¿Quién ha ganado y qué con este cambio de nombre? Sánchez, que es coleccionista de arte africano y de arte contemporáneo, sostiene que, más allá de las diferencias, “la funcionalidad y la carga religiosa son comunes entre Occidente y África. Eso sí, la religión y las funciones eran otras. Y el arte simplemente lo expresa”.

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Cultura

Roger Waters se enfrenta a un mundo que no comprende en su concierto de Barcelona

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Roger Waters, en un momento del concierto ayer en Barcelona.Enric Fontcuberta (EFE)

El mundo no está para tonterías, debe pensar Roger Waters, convencido, además, de que extraviado y necio necesita su palabra. Cierto, el mundo es un lugar hostil, separado por abismos económicos, injusticias, violencia, forzados desarraigos, osos polares sobre un cubito de hielo y crisis humanas y humanitarias de toda índole, pero ver cómo escenificaba sus soluciones el ex Pink Floyd que ofició de Pink Floyd durante más de dos horas y media en el primero de sus conciertos españoles trajo de manera inconsciente a la cabeza a Ramón Tamames. Waters, de riguroso negro adelgazante, es un señor desde luego 10 años menor y con mucho más vigor físico que él, pero también pareció salido de otros tiempos, de otros liderazgos, ambos oráculos de sociedades presuntamente faltas de profetas.

Ese fue el subtexto del concierto de Roger Waters, un espectáculo tecnológico ante un aforo completo de 17.000 asistentes al que le faltó el candor con el que las abuelas aconsejan a sus nietos siempre con la humildad de quienes comienzan a entrever que ya no todo lo comprenden porque todo va demasiado deprisa, a lo loco dicen ellas. Roger Waters está seguro de sí mismo, puede que avalado por edad y experiencia se sienta hoy incluso más seguro que ayer y por eso, pese al sustrato contemporáneo de su espectáculo, no dejó de parecer un señor mayor dando sus recetas a un mundo que en su grosería le ha tentado con el brillo de la tecnología.

El espectáculo fue hermoso y bien iluminado, con un escenario en forma de cruz y visión de 360º sobre cuyo eje se levantó una segunda cruz que eran las enormes pantallas que inicialmente descansaban en él, con una definición que permitía mantener la mirada fija en los ojos de una mosca, viéndole el pensamiento. Esas pantallas, en el fondo usadas sin exceso de imaginación, vieron pasar toda una suerte de motivos que brillaban más por esa cualidad casi táctil de la imagen que por su ingenio, atiborrándolas con drones, explosiones, policías de poca palabra y mucha porra, fajos de billetes al sonar Money, claro está, disturbios y caras anónimas de individuos captadas por El Gran Hermano. Y muchas más cosas de las que solemos hartarnos hasta la insensibilidad por mera reiteración informativa, como si las desgracias formasen parte de un paisaje inevitable. Todo ello en un tono grave, circunspecto y amparado por un sonido casi mayestático. Roger parecía sugerir: oíd, lo que os digo tiene enjundia.

Una de las muchas frases aparecidas en las pantallas durante el concierto de Roger Waters en Barcelona.
Una de las muchas frases aparecidas en las pantallas durante el concierto de Roger Waters en Barcelona. Lorena Sopêna (Europa Press)

Como rabiosa puesta al día, por si no había quedado claro que este mundo es un dislate sangriento, esa forma tan actual de hacer política, basada en frases que cabrían en una galleta de la fortuna, asertos que finalmente parecen monedas desgastadas por el uso abusivo que de ellas se hace y que se fundamentan en ideas y reivindicaciones que suscriben desde la extrema derecha hasta el anarquismo irredento, perfil “necesitamos derechos”. Resultó lo más contemporáneo y vigente de la noche, las palabras hoy son gratis. Para rebajar la contundencia, para Waters seguramente valiente y demoledora, más frases en pantalla para explicar al respetable aspectos de su vida y opiniones meticulosamente desarrolladas, sobre todo en la primera parte del concierto, cuando en plan familia Alcántara le dio con sus charlas al recital el dinamismo de la procesionaria del pino.

Por cierto, citó a un amigo catalán que igual en Madrid bien omite, convierte en vecino de Coslada o, al fin y al cabo es amigo suyo y él es Roger Waters, mantiene en el guión. Y de rondón, grandes verdades en las que nadie ha pensado, como que el covid nos limitó la relación humana, razón por la que compuso The Bar como lenitivo. Esa primera parte, abierta con un Confortably Numb más bien apagado, sostenida por Whis You Where Here (imágenes de Syd Barrett en plan El Cid ya finado), Shine On You Crazy Diamond y cerrada con Sheep y su descomunal ovejita voladora, no fuese no se pillase el mensaje orwelliano, descubrió al respetable ignotas verdades como que los presidentes norteamericanos se enfadan y tienen armas y soldados que usan cuando les conviene.

Asistentes al concierto de Roger Waters, ayer en Barcelona.
Asistentes al concierto de Roger Waters, ayer en Barcelona. Lorena Sopêna (Europa Press)

La segunda parte, tras el preceptivo descanso de todo espectáculo serio, tuvo momentos de mayor emoción, particularmente a partir de Money y hasta su desenlace. Waters habló menos y dijo una verdad que el respetable recibió con división de opiniones, que en una guerra todos los bandos ponen muertos, lo que en tiempos de pensamiento direccional es casi un sacrilegio. El grupo, sólido, amparado por un buen sonido, no era Pink Floyd, pero su forma de retomar las canciones desviándose lo justo del original permitía al público gesticularlas sin temor a error, transitando confortable por camino conocido. Como era de esperar, los temas firmados por Roger al margen de Pink Floyd pasaron como un peaje necesario para escuchar lo que debía escucharse, Us And Them, Brain Damage y Eclipse interpretados tras Money en el mismo orden que en The Dark Side Of The Moon,en el que fue el momento estrella y parte final del segundo acto del concierto. Brillaron entonces las miradas y cada cual puso su memoria donde se sintió más cálidamente acogido, quizás en tiempos en los que irritaba que alguien te dijese cómo pensar. Pero Rogers exuda seguridad y se atreve con todo, incluso a subir la voz hasta poner en brete la afinación. Realmente está en forma, realmente se siente necesario, seguro de su visión, de sus conceptos y de su mirada. Enternece. En tiempos tan convulsos hasta casi da envidia.

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