Economía
¿Por qué muchos inversores están volviendo a confiar en Japón?

Que Japón sea uno de los países que más fascinación colectiva genera en todo el mundo no es noticia. Menos aún en plena disputa de un evento deportivo como es el Mundial de fútbol, cita en las que los hinchas, turistas y deportistas nipones acaparan siempre los elogios del resto de naciones por su civismo. Las imágenes de sus vestuarios impolutos o de los aficionados limpiando las gradas tras los partidos circulan por las redes sociales y los medios de comunicación como ejemplo a seguir por el resto. Pero toda esta admiración que despierta Japón por su cultura, sus tradiciones y su avanzada tecnología contrasta con otra realidad quizás más difícil de adivinar: Japón es uno de los países más cerrados del planeta.
Puede que resulte tan sorprendente porque existe una impresión generalizada de que, al menos en el terreno económico, Japón es un país muy abierto al mundo. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Por ejemplo, es uno de los países desarrollados en el que menos peso económico tienen las exportaciones. Estas suponen únicamente en torno al 15% del Producto Interior Bruto (PIB), mientras que en otros, como Alemania, llegan casi al 45%. En España representaron el 28% en 2021.
Pero no se trata solo del comercio. Japón también es uno de los países con menos Inversión Extranjera Directa de todo el mundo. De hecho, supone poco más del 4% de su PIB, una onceava parte de la media de los países desarrollados. Y si echamos un vistazo a la inmigración y a los profesionales extranjeros, sucede lo mismo. Solamente el 2,3% de su población ha nacido fuera del archipiélago.
Del crecimiento al socavón de 1990
Esta especie de aislamiento internacional resulta particularmente sorprendente en un país que lleva perdiendo población desde el año 2011 y que, desde comienzos de la década de los 90, vive sumido en una especie de estancamiento crónico. Fue precisamente en 1990 cuando estalló el globo de un país que parecía estar listo para comerse el mundo. Su crecimiento era espectacular. Durante casi dos décadas, entre 1955 y 1973, el país asiático creció a un ritmo anual del 9%. Y en los siguientes 17 años continuó haciéndolo por el 4%. Así llegó a 1989, convertido en uno de los países más ricos del mundo: su industria tecnológica marcaba tendencia a nivel global, sus ciudadanos tenían cada vez más poder adquisitivo y su mercado inmobiliario funcionaba como un reloj suizo.
Pero en 1990 todo se vino abajo. Japón se sumió en una crisis total de la que ya nunca logró escapar del todo. Tanto, que pasó de ser uno de los países con mayor potencial económico del mundo a ocupar la plaza 35 en términos de PIB per cápita, según los datos del Banco Mundial. A pesar de todo ello, muchos analistas aún defienden que el país puede ser una gran oportunidad para los inversores de todo el mundo.
Así que las preguntas que se hacen los analistas son: ¿Por qué Japón se ha quedado rezagado respecto al resto de los países desarrollados en las últimas tres décadas? ¿Qué lecciones se pueden asimilar del caso de Japón? Y quizás la cuestión más importante de todas: ¿Por qué cada vez más inversores consideran que la bolsa japonesa puede dar muchas alegrías en los próximos años? En el último vídeo de Si lo Hubiera Sabido te contamos todos los detalles.
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Economía
Los ricos latinoamericanos despiertan el alicaído mercado del arte: estas son las manos que mueven el negocio en España

El mercado de reventa de obras de arte español es pequeño. Unos 682,6 millones de euros (dato de 2022). Es la estimación de la plataforma Mutualart.com. El gran momento del arte español es ArcoMadrid. Pero los expositores —pese a que la feria se sostiene con fondos públicos— nunca han facilitado los datos de ventas. Oscuridad y sombras. También en sus estrategias de influencia y poder. “No tengo dudas, son los artistas quienes nos permiten, por momentos, sentirnos, también, un poco poderosos”, reflexiona Maribel López, directora de la feria madrileña. En la pasada edición, el 21% de las galerías internacionales era de Argentina, Brasil y México. La esperanza de la industria en España pasa por el aterrizaje de grandes fortunas latinoamericanas, algunas de ellas con sensibilidad artística.
“Empieza a aparecer un sustrato muy interesante de coleccionistas”, reconoce Manuel Borja-Villel, que ha dirigido durante 15 años el Reina Sofía, el principal museo de arte contemporáneo de España. No lo dice un cualquiera. Es el comisario “autónomo” —como se define durante la entrevista, con ironía— más influyente español. “Para un artista, Manolo es Dios”, certifica Nairy Baghramian, una escultora de origen iraní que trabaja con Marian Goodman, una de las galerías más poderosas del planeta.
A pesar de esta nueva hornada de coleccionistas, todavía queda mucho por hacer. Quizá el poder en el arte resulte más fugaz que, por ejemplo, en las finanzas. A menos que seas, por ejemplo, el empresario Juan Abelló (81 años). La directora de la colección del empresario cierra cualquier resquicio. “Lo siento, pero no puedo darle ningún dato. Espero que lo entienda”, advierte Beatriz Moreno de Barreda.
En los tiempos de la alcaldía de Ana Botella, durante 2014, Abelló mostró en CentroCentro (Madrid) parte de los fondos de su colección. Solo su tríptico de Bacon de 1983 supera los 80 millones de euros. Escribió en el catálogo que “en la medida en la que he podido, he procurado [gracias a una ley socialista de 1986] recuperar para el patrimonio español un gran número de obras que se encontraban fuera de nuestras fronteras”. Además agradece el apoyo de su esposa, Anna Gamazo, y de sus hijos, Juan Claudio, Alejandro, Cristian y Miguel. La bibliografía evidencia que muchas de las mejores obras se compraron fuera de España y, por tanto, podrían ponerse a la venta. El arte es una pasión que rara vez pasa de padres a hijos. El “poder”, la decisión, recae en la familia. Igual que sucedió en su día con los Várez Fisa. Las donaciones en vida de José Luis, el patriarca, ayudaron, de alguna forma, a que obtuviera permisos para vender obras en el extranjero durante 2016, pese a la indignación de algún miembro del Prado. “No podemos pararlo todo”, suele ser el argumento de Cultura para dejar salir ciertas piezas. Sacaron a la venta joyas. Murillo (San José con el Niño) o Luis Paret y Alcázar (Vista de Bermeo), que terminó en el Bellas Artes de Bilbao gracias al BBK y a los amigos del museo en 2017 por 900.000 euros. Se denegó sólo la salida de David y Goliat, de José de Ribera, y un bodegón de Luis Meléndez.
Fiscalidad
Este es el mercado español del arte, pequeño y poco importante. ¿Cuándo fue la última vez que España ganó la Bienal de Venecia, con el impulso que supone para todos los creadores del país? ¿Y qué críticos tienen la relevancia de construir relatos, exposiciones, que sitúen, ahí fuera, a los artistas españoles al mismo nivel, también económico, que alemanes o italianos? ¿O qué muestras consiguen un tratamiento itinerante? “El coleccionismo se ha delegado en el Estado y muchos particulares no se animan, aunque tampoco contribuye la estructura fiscal, que en Estados Unidos, por ejemplo, resulta muy ventajosa”, reflexiona el comisario Gabriel Pérez-Barreiro.
La falta de una ley de mecenazgo, por ejemplo, es igual de doloroso que esperar a alguien que jamás llega. “Las élites económicas españolas no tienen al arte como una prioridad; es decoración”, critica uno de los principales comisarios españoles, quien solicita el anonimato. Y agrega: “Las grandes empresas apoyan los deportes, que son muy importantes, pero están lejos de sostener el pensamiento”. La izquierda —ahonda— surgida del 15-M entiende el arte como un privilegio de ricos, no un bien común: “Quien lo quiera que lo pague”.
El mercado del arte es el reflejo de la historia de una tierra. El Prado existe porque una vez España fue un imperio y Felipe IV era un apasionado de la pintura contemporánea. Pues los artistas que adquiría en almonedas, colecciones privadas o directamente en los estudios eran la vanguardia de su tiempo. Con todas sus grandezas y miserias, representaba lo mejor de sí mismo.
El problema es que el campo del arte está agostado. Si crece algo, son matojos. “No existen muchos compradores extranjeros de arte español contemporáneo”, ahonda Jorge Pérez, mecenas, uno de los principales coleccionistas del mundo y fundador de la constructora con sede en Miami Related Group. Y añade: “Se ven muy pocos creadores de España en las galerías de Nueva York, Los Ángeles o Berlín. O en los centros más importantes. Algo parecido les ocurre a los artistas de América Latina”. Y eso que es una voz llena de arte muy cercano. En el último Arco adquirió, entre otros, a Zush, José Luis Alexanco, Antonio Ballester Moreno, Cristina Mejías, Irene Infantes, Mike Leal, dibujos de Cristina Lucas o el nombre del momento: Cristina Banban. Sin olvidar, fuera ya de la colección de Pérez, el éxito en Asia de Edgar Plans, Javier Calleja o Rafa Macarrón. Especies endémicas del mercado del arte y el dinero. En otra orilla, la de la excelencia, Patricia Cisneros, una de las grandes mecenas del planeta, revela que está “centrada, principalmente, aunque no de forma exclusiva, en adquirir obras de artistas del Caribe y, sobre todo, de la República Dominicana, donde hay excelentes creadores”.
Sin embargo, hay un fenómeno interesante, una especie de retrocolonización. La llegada, sobre todo a Madrid, de venezolanos, mexicanos, argentinos, peruanos, estadounidenses y brasileños con elevado poder de compra. Adquieren casas y necesitan decorarlas. “En los últimos años”, narra Yolanda Romero, conservadora de la colección Banco de España, “al frágil coleccionismo español, se ha unido otro actor: el coleccionista latinoamericano, que ha activado el mercado”. Esto también explica la apertura de galerías internacionales (Hilario Galguera, Carlier Gebauer o Hauser & Wirth, ésta en Menorca) que animan la escena. A niveles sorprendentes. “Madrid va a ser el nuevo Berlín”, defiende Ulrich Gebauer, quien también tiene galería en la ciudad alemana. “Hay una energía enorme”. Su optimismo —inauguró un espacio cerca del barrio de Chamberí— choca frente a la ausencia de las palabras. “Resulta interesante constatar cómo la crítica y la academia han ido perdiendo su papel de prescriptor en favor de ferias o bienales”, incide Romero.
También es revelador recorrer algunas salas de subasta nacionales, sobre todo de nicho (Alcalá, Ansorena, Goya, Duran, Segre), y ver artistas latinoamericanos que antes eran una rareza. Carlos Cruz-Diez (Venezuela) o los cubanos Loló Soldevilla, Kcho o Wifredo Lam. Llegan en las maletas de esta retrocolonización. Quizá porque bastantes no son tan privilegiados. La feria Estampa, dirigida por Chema de Francisco, tiene un programa de 200 expatriados de América Latina que utilizan el encuentro no solo para comprar arte, sino para integrarse en el país. “Suelen gastar, como el comprador español, unos 20.000 euros”, confirma el responsable.
Más por circunstancias sobrevenidas que por vocación artística, el mercado español vive en el laissez faire. “No es de los punteros internacionalmente. Digamos que ha estado sometido a demasiados altibajos”, reflexiona Vicente Todolí, exdirector de la Tate Modern. Y nadie lo controla. Está abierto. “No existen galerías suficientemente potentes para manejarlo ni las casas de subasta que trabajan aquí son muy relevantes”, analiza el coleccionista Paco Cantos. Pero existe un ambiente que mezcla esa pequeña alegría de la que hablaba el marchante alemán y una profunda pena. “El panorama del coleccionismo en España es desolador. Falta apoyo institucional. ¿Por qué no viajan las exposiciones? ¿Por qué no hay ayudas económicas a la promoción del arte fuera del país? El arte resulta más caro que nunca. ¿Tiras 30.000 euros en alguien que sabes que no existirá profesionalmente en un par de años?”, lamenta la coleccionista Estefanía Meana.
Empecemos contando el presente, por el pasado. Ya sea con permiso de exportación, o sin él, los pocos coleccionistas particulares de arte antiguo buscan los mismos nombres españoles. Velázquez, Goya, Murillo, Ribera, Zurbarán, Sánchez Cotán (y sus bodegones), Juan de Zurbarán y Luis Egidio Meléndez. La lista procede de José Antonio de Urbina, director de la galería madrileña Caylus. Quien ya tiene en su web el alonso cano (un San Francisco) que perteneció a la colección del político español Evaristo Pérez de Castro, que guardaba el caravaggio madrileño. Dado el origen de la tela resulta difícil que Cultura permita su exportación. Fuera podría lograr unos 300.000 euros. En enero, Goya alcanzó, en Christie’s, su precio más elevado. Unos 16,4 millones de dólares por dos retratos. Doña María Vicenta Barruso Valdés y Doña Leonora Antonia Valdés. Los últimos que quedaban en manos de particulares fuera de España. ¿Una cifra alta? Un rothko mediocre supera ese precio.
El papel de los museos
En la feria TEFAF Maastricht 2023, la galería Colnaghi pedía nada menos que 12 millones por un murillo. No tiene ese mercado. Por ejemplo, José de Ribera puede oscilar entre los 200.000 euros y los dos millones. El precio depende de la calidad de la tela, el año y una atribución documentada. TEFAF demostró algo. Están comprando, sobre todos, los museos. Metropolitan (Nueva York), Kunsthistorisches (Viena), Meadows (Dallas) o la Hispanic Society (Nueva York). Caylus vendió, entre otras piezas, una Virgen con el Niño de Luis de Morales por 300.000 euros y la galería Artur Ramón un sorolla (Muchachas en la playa) por 2,7 millones de euros.
Es un mundo difícil. Escasean las buenas obras y saltarse la hoja roja del papelillo de fumar resulta tentador. “En todos los países, en mayor o menor medida, a pesar de los sistemas de seguridad, algunas personas del comercio han exportado clandestinamente”, sostiene un exmiembro de la Junta de Calificación (permite la salida o no de piezas de España). “Otros han intentado vender obras mal atribuidas hasta que la policía encargada del patrimonio histórico empezó a poner coto a estas operaciones, por ser, en realidad, estafas”, agrega. Italia también se dio cuenta del “truco” y quien lo practique se juega ocho años de cárcel. Traficar es un delito serio. “Las condiciones para exportar las piezas es la principal duda que tienen los coleccionistas españoles”, revela Laura Gaona, abogada especialista en arte y patrimonio. Y matiza: “La ley es de 1985 y está abierta a muchas interpretaciones”.
Llega el momento importante. En términos, claro, de dinero. La gabela golpea el atril. ¿Qué artistas españoles cuentan en el mercado? ¿Cuáles son arena entre los dedos? La sala Christie’s trabaja en el mercado secundario. “Y hay que analizar el contexto de una forma más amplia que bajo criterios de nacionalidades”, destaca su representante en España, María García Yelo. Citar los nombres que aparecen en subasta no describe —es cierto— un fenómeno complejo. Obviemos los referentes históricos. Picasso, Miró, Juan Gris, Dalí, Julio González, Óscar Domínguez, Chillida, Oteiza, Tàpies o Pablo Gargallo. Los segundos nombres del grupo El Paso viven otra vida. Fernando Zóbel, filipino, ha pasado en una década de costar 3.000 euros a más de 150.000 euros por su éxito entre los millonarios asiáticos, los josé guerrero pintados cuando trabajaba con Betty Parsons (hasta 1963), casi inencontrables —como un palazuelo de los años cuarenta—, se han disparado (250.000 euros) y una exposición del Reina Sofía recuperó a Eusebio Sempere. Pero nadie ha tenido ese resurgir de Manolo Millares (1926-1972), cuyos homúnculos alcanzan el millón. Cuando en vida apenas vendía sus arpilleras. Un rescate más moderado tuvieron Val del Omar, Elena Asins o Miguel Ángel Campano.
¿Y hoy qué queda? El éxito de Jaume Plensa, apoyado por la oligarquía de los coleccionistas y olvidado por los grandes comisarios y centros de arte; Manolo Valdés (que ha encontrado en América Latina una tierra prometida); el desaparecido Genovés, y, claro, Barceló. “Un artista”, explica uno de sus galeristas, “cuyo problema es que solo vende a franceses y españoles”. Sus precios en subasta no son lo que fueron. Junto a Juan Uslé queda, sin duda, Juan Muñoz (1953-2001). El futuro malogrado. Transformó la escenografía en escultura y la escultura en escenografía. Trabajaba con David Zwirner. Aunque todavía sus precios no reflejan su influencia. La exposición en la Sala Alcalá 31 (Madrid) se titula —recurriendo a los versos de la poeta rusa Anna Ajmátova encontrados entre sus notas—: Todo lo que veo me sobrevivirá.
Silvia Dauder: “Me he dejado el alma en el trabajo”
“Me he dejado el alma en el trabajo, y a veces hay que sufrir”. Silvia Dauder (Badalona, 1961) es una de las galeristas más importantes de España. Desde 2009 es seleccionada año tras año para participar en Art Basel. La feria de los elegidos del arte. Y su propuesta no es pintura bonita ni esos fotógrafos o escultores que atiborran, una y otra vez, los catálogos de las grandes casas de subasta. “Mi proyecto no es decorativo, ni tendencioso ni fácil; yo tampoco lo soy”, reconoce. Estudió Biología en la Universidad de Barcelona. Ganó la matrícula de honor y una beca Fulbright de dos años para completar su maestría en la Universidad californiana de Berkeley. Dauder tenía la pasión de la ecología y también la de la historia del arte. Pudo haber completado el doctorado y “terminar” impartiendo clases en una de las grandes universidades de Estados Unidos. Dijo no. Volvió a Barcelona y trabajó en una productora de cine. “Terminé detestando ese trabajo”, admite. Pero en contra de la opinión del escritor Milan Kundera: “El hombre no puede saber qué quiere en la vida, porque no tiene vidas pasadas para compararlas ni vidas futuras para enmendarlas”, Silvia nunca dejó de visitar museos. Y el 5 de febrero de 2003 abrió la galería ProjecteSD. Donde está hoy. Passatge de Mercader, 8, en Barcelona. “Nunca quise que el espacio fuera una burbuja. Trabajo con muchos artistas internacionales y creo que tengo un nivel de comprensión del arte más elevado que algunos galeristas”, defiende. Asier Mendizabal, Patricia Dauder, Hans-Peter Feldmann, Isidoro Valcárcel Medina, Dora García, Matt Mullican y Iñaki Bonillas son algunos de sus elegidos.

Juan Uslé: “Mi trabajo interesó a otros pintores establecidos”
Un latido. Una línea de acrílico. Color. En su serie más conocida, Soñé que revelabas, el artista santanderino Juan Uslé (1954, Santander) coloca un enorme lienzo de más de dos metros en posición horizontal sobre un soporte. Ha tapado todas las fuentes de luz y de sonido en el estudio. Emplea cintas. Plásticos. Absoluto silencio. Y cada vez que escucha su latido traza una línea con una espátula blanca y de madera. La obra surge después de cientos de sístoles y diástoles. Paralelas de esfuerzo físico y mental.
Juan Uslé es —quizá— el gran pintor vivo español. Tiene el respaldo de más de 60 museos (Guggenheim, Tate Modern, Pompidou, Reina Sofía, Smak de Gante), ha participado en la XXIII Bienal de São Paulo en 1985; la Documenta 9 de Kassel (la cita quinquenal más importante del mundo del arte) durante 1992 o la 51ª edición de la Bienal de Venecia (2005). En 1987 llegó a Nueva York tras ganar una beca Fulbright (“tuve la suerte de que mi trabajo interesó pronto a otros pintores establecidos”, admite), y desde entonces pasa la mitad del año entre calles numeradas y sus estudios de Saro (Santander) y Benissa (Valencia). El mercado valora su trabajo. Sus acrílicos que superan los tres metros se acercan a los 150.000 euros. En los días dorados, su galerista madrileña, Soledad Lorenzo, tenía una lista (nombres en bolígrafo azul en una agenda de tapas marrones) de espera por sus pinturas. Acabó esa época. Pero mantiene el respaldo de comisarios como Vicente Todolí (exdirector de la londinense Tate Modern). Aunque su voz suene humilde resulta consciente de su talento. “Me di cuenta de que no podía quedarme en ser solo un pintor americano. Quería seguir exponiendo en Europa”, reconoce. Por eso trabaja en las orillas del Atlántico y del Pacífico. La imprimación de sus telas tiene su particular mezcla. Pocas exposiciones y escasas obras.

Manuel Borja-Villel: “El enemigo es la extrema derecha”
Dentro o fuera del Museo Reina Sofía, al que ha dedicado 15 años (2008-2023), si existe un profesional que representa el prestigio del arte español es Manuel Borja-Villel (Burriana, Castellón, 1957). Quizá su último paso sea conocido. Tal vez, menos, que estudió en Yale, en la Universidad de Nueva York, ganó la beca Fulbright, trabajó en la Hispanic Society, dirigió la Fundación Tàpies, el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba) y, claro, el Reina Sofía. Es sábado a las 11.30. El Círculo de Bellas Artes en Madrid. Dos cafés dobles. Días después se anuncia que es el candidato de la Generalitat a gestionar el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) y que tiene el encargo de actualizar la red de museos catalana.
¿Esperaba tanta animadversión tras su salida del Reina Sofía? “Algunos amigos de otros ya me avisaron. Lo que ignoraba era que me dedicarían siete portadas. O era algo desproporcionado o quería decir que se ha hecho un trabajo importante. Hay ciertos sectores que desean cambiar y transformar el museo”. Recuerda una frase del canal estadounidense ultraconservador Fox News: “A los espectadores no hay que hacerles pensar, sino sentir”. “Se trata de la visión que propone la extrema derecha, pero el arte o la literatura defiende que la emoción sea reflexiva y crítica. Es lo que quieren robar; el gran enemigo que debemos combatir”. Toda buena colección es un relato. A Manuel y a su equipo les ha costado 15 años de esfuerzo. “Quien llegue está en su derecho de cambiar. Pero espero que no tenga un complejo adamita. He tenido discrepancias con los directores anteriores, pero siempre he construido desde lo que se ha hecho”, reflexiona.

Juan Bonet: “Lo realmente difícil es que te vendan la obra”
Juan Bonet, mallorquín, nacido en 1967, empresario en el sector asegurador, colecciona arte contemporáneo desde hace más de 40 años. Sabe que crear una buena colección exige el mismo tiempo que le dedica a su empresa. Horas que roba a la noche para estudiar a los artistas que le interesan. Sus fondos albergan 300 piezas. Generoso. La mitad las ha prestado al Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), Artium (Álava) y Es Baluard. Aire fresco cuando los presupuestos públicos para la adquisición de obras se zarandean. Quizá porque vive a cinco minutos del mar, su colección es extensa: mira a la raya del horizonte. Siempre lejos de los catálogos de las casas de subasta, que anegan todo. Por eso, si se le pregunta: ¿qué artistas son esenciales en la colección? Jamás nombrará el canon del dinero. Navega con el aparejo suelto. Andrea Büttner, Iman Issa, Charlotte Posenenske, Sanya Kantarovsky, Sarah Buckner, Claudette Johnson, Álvaro Barrington, Miriam Cahn, Irma Blank o Eva Kot’átková. Fue el primer coleccionista español que compró, antes que los museos, dos instalaciones de Rosa Barba (Agrigento, Italia, 1972). Una artista, hoy, imprescindible. Tate, MoMA, Reina Sofía. “Llega un momento en que lo realmente difícil es que te vendan la obra”, reflexiona Bonet. Esto, fuera del mercado del arte, suena tan incomprensible como si la fuerza de la gravedad se comportara al revés. “Pero si quieres comprar, por ejemplo, a Rachel Jones [una pintora joven británica], que tiene una demanda brutal, primero van los grandes coleccionistas y no tienes acceso a su trabajo”, aclara. Y, desde luego, adquirir fuera tiene la ventaja de acceder a creadores que jamás llegarán a España. Entre las “alegrías” —como un palo flamenco— recuerda una obra de Büttner. ¿Qué pasará en el futuro con la colección? “No lo sé. Crear una fundación está fuera de mis posibilidades”, aventura.

Nicolás Cortés: “Hay que dar más peso a los artistas”
Nicolás Cortés (Barcelona, 1970) posee el último bosco que queda en el mundo en manos privadas. Es un alucinado dibujo (Paisaje infernal) de 16 millones de euros. Su galería madrileña es un museo. Artemisia Gentileschi, su padre, Orazio Gentileschi (amigo de espada y trifulcas de Caravaggio), Alonso Cano, Ribera, Zurbarán.
Hasta llegar aquí ha transcurrido la memoria y la familia. Su padre, su abuelo, su bisabuelo e incluso su tatarabuelo se dedicaban al anticuariado. Vasos comunicantes. Desde los 16 años visitaba todos los días El Prado y con 25 años abrió una pequeña oficina para comprar y vender obra. “Soy autodidacta. Este oficio es ver, sensibilidad, pasión; y equivocarse”, defiende. Junto con su amigo, y posterior socio, Jordi Coll (tendría 18 años), compraron un sebastiano del piombo, en la casa Fernando Durán, por 200.000 pesetas de esos días. Lo vendieron a un galerista británico (Johnny Van Haeften) por 26 millones. Vieron que había mirada, obras, clientes. Margen. En 2004 fundan la galería Coll & Cortés. Eran muy jóvenes. “Nunca un anticuario español ha llegado tan lejos como nosotros”, reivindica. Solo al Prado le han vendido unas 16 obras y el Metropolitan neoyorquino posee dos de Pedro de Mena (una Dolorosa y un Ecce Homo) y también un Entierro de La Roldana. La lista es un catálogo. Acaba de descubrir dos zurbaranes. Pero urge reinventarse. ¿Cómo? “Dando más peso a los artistas y menos al mercado del dinero”. Y añade: “Hace 10 años podías traerte cualquier obra de Italia: ahora las leyes son muy duras, y me parece bien que sea así”, admite. En 2018 rompe, de forma amistosa, con Coll, su antiguo socio —quien gestiona el posible caravaggio madrileño—, y busca reinventarse. “El problema es que existen pocos clientes y los tiempos de venta son largos, por lo que puedes tener problemas de liquidez”, valora Cortés.

Es Baluard Museu
Imma Prieto: “Lo importante es tener una conciencia feminista”
Un perfil se puede esbozar con preguntas al igual que se trenza un cesto de mimbre. Imma Prieto (Villafranca del Penedés, Barcelona, 1975) tiene la narrativa clara y también conoce el poder limitado de una institución cultural. Elegida directora de Es Baluard Museo de Arte Contemporáneo de Palma de Mallorca, en 2019, en sustitución de Nekane Aramburu, es comisaria independiente, escritora y profesora de arte contemporáneo de nuevos medios de la Universidad de Girona. Pero el currículo solo es la contabilidad de la vida. Tiene el valor del peso de la paja. Pesan las ideas.
Pregunta. ¿Hay alguna diferencia entre la gestión artística de una mujer y un hombre?
Respuesta. No. Lo importante es tener una conciencia feminista: se puede ser mujer y carecer de ella.
P. ¿Existe al fin un cierto equilibrio en el espacio museístico dominado históricamente por hombres?
R. Cada vez la balanza se equilibra más. Pero cuidado: si nombras a una mujer que va a reproducir los patrones patriarcales servirá de poco.
P. ¿El Reina Sofía estaba en esa defensa y a su director, Manuel Borja, le cayó la tramontana?
R. La legislación era clara. Podía volverse a presentar. Con anticipación dijo que no lo haría. Algunos medios han calentado el ambiente y superado líneas rojas, como su vida personal. El nivel es altísimo. En 15 años, él, y su equipo, lo han situado en el mundo.
Se quejaba el pintor José Ribera ya en el siglo XVII de que España es una buena madrasta, pero una mala madre. Por eso jamás regresó a su país natal. Imma lucha contra la insularidad, los costes de transporte (Estados Unido es imposible) o la dificultad de conseguir ciertos préstamos. Todo en una brújula con cuatro puntos cardinales. La colección, el carácter histórico, artistas contemporáneos desde el contexto y creadores isleños. El feminismo no está rodeado de agua por todos lados.
Miguel Zugaza: “No tenemos ningún complejo en exponer obras de cualquier época”
La velocidad, el traqueteo, el paso fugaz de las catenarias. Ha viajado mucho. Por una geografía física. Pero también institucional. El Museo Reina Sofía, el Museo del Prado y el Bellas Artes de Bilbao. Desde muy joven, Miguel Zugaza (Durango, Bizkaia, 1964), ha descendido en sus apeaderos. En la treintena (1994-1996) fue subdirector del Museo Reina Sofía. El responsable, entonces, José Guirao, falleció en 2022.
Zugaza ha mirado por la ventanilla durante bastantes días y noches. Quizá imaginó tristes caballones a través de un tren lleno de pinturas. Entre 1996 y 2002 dirigió el Bellas Artes de Bilbao. Ese año entró en la casa de Goya. El Prado. Quizá con Gabriele Finaldi (actual director de la National Gallery de Londres), la mejor dupla de la institución. Primero la política —gracias al acuerdo del PSOE y el PP— abandonó el museo. “El Prado no está en el juego del poder”, apunta Zugaza. El Prado fija, con sus días oscuros, la imagen de un pasado común y propone un futuro, como El Jardín del Bosco. El arquitecto británico Norman Foster ya ha trazado el nuevo Salón de Reinos. Un viaje mientras contemplaba pasar el tren. Quince años dan para alegrías. La incorporación de El Calvario de Juan de Flandes, el descubrimiento de la sarga de Brueghel o la compra en 2003 de El barbero del Papa de Velázquez. Y también romper esa falsa creencia del desacuerdo: “Manolo Borja y su equipo le han dado la vuelta al calcetín del Reina Sofía en 15 años, y eso es lo que hay que celebrar”, concede.
De regreso, por razones familiares a Bilbao y su museo, ha seguido, al igual que en El Prado, mostrando artistas contemporáneos. También Foster ampliará la institución. “No tenemos ningún complejo en exponer obras de cualquier época”, defiende. Ya ha dejado de ser el baptisterio de la iniciación al arte y “llega un público diferente”. Cerca, sobre la ría, brillan las losetas de titanio del Guggenheim de Frank Gehry. Un destello que atrae visitas a los Maestros Antiguos.
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Economía
ACS compra por 390 millones el 21% que le quedaba de una autopista en Texas
El grupo ACS ha comunicado a la CNMV que Iridium, su filial de concesiones, ha llegado a un acuerdo a través de su filial norteamericana ACS Infrastructure Development para comprar el 21,62% que le faltaba en la sociedad norteamericana Blueridge Transportation Group (BTG), que es la compañía concesionaria de un segmento de 17 kilómetros de la autopista SH-288 en Houston, Texas. El acuerdo se ha cerrado por 450 millones de dólares, aproximadamente 391 millones de euros al cambio actual, y tras su ejecución el grupo español tendrá el 100% del vial en concesión. El tramo, que incluye dos carriles por sentido, utiliza los llamados peajes dinámicos, que establecen las tarifas en función del nivel de tráfico (manage lane), garantizando a los usuarios poder circular a una velocidad determinada.
La compañía explica en un comunicado que la concesión se enmarca en un contrato de participación público-privada a 52 años adjudicado en 2015 por el Departamento de Transporte del Estado de Texas al consorcio liderado por Iridium, en el que también participaban las empresas constructoras del grupo ACS Dragados USA y Pulice Construction. “Este contrato incluye la financiación, diseño, construcción y operación de cuatro nuevos carriles de peaje en la mediana del corredor y sus accesos, la rehabilitación y mejora de las calzadas y enlaces de la autopista existente, y el acceso al complejo hospitalario conocido como Texas Medical Center”. La obra se abrió en 2020 para descongestionar los problemas de tráfico, y, de media, por ese corredor pasan todos los días 160.000 vehículos, “de los que aproximadamente 14.000 optan por utilizar los nuevos carriles de peaje”.
ACS en EEUU
Las constructoras españolas llevan años posicionándose con fuerza en el mercado norteamericano. Iridium cuenta ahora con seis contratos de participación público-privada en Estados Unidos, con un valor de gestión superior de 6.000 millones de euros. ACS acumula 15 activos de infraestructuras de transporte con un valor de gestión superior a los 20.000 millones de euros en el país. En su área de construcción, el último gran contrato conseguido por el grupo que preside Florentino Pérez se anunció hace algunas semanas: Dragados, ha sido seleccionado por la Marina de Estados Unidos para la construcción de un dique seco de hormigón en la Base Conjunta Pearl Harbor Hickam en Hawái por un importe de 2.840 millones de dólares (cerca de 2.700 millones de euros). También el mes pasado, Panasonic Energy seleccionó a un consorcio formado por Turner Construction (parte del grupo ACS) y Yates para construir una planta de fabricación de baterías para vehículos eléctricos en De Soto, Kansas, que comporta una inversión global de 4.000 millones de dólares (3.750 millones de euros).
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Economía
El fin del descuento de 10 céntimos devuelve el atractivo a las gasolineras de bajo coste

Los conductores españoles apuran las últimas horas para llenar el depósito con 10 céntimos de descuento por litro en las gasolineras de marca. Repsol —como adelantó EL PAÍS— y Cepsa dejarán este sábado en la mitad el descuento que aplican sobre los repostajes: serán solo 5 céntimos por litro en los carburantes convencionales, una merma que volverá a recuperar el atractivo de las estaciones de servicio de bajo coste. En los últimos meses, una vez aplicados los descuentos asociados a las tarjetas de fidelización, las grandes petroleras y las low cost habían quedado prácticamente igualadas en precio.
Llega abril y las grandes petroleras entierran el hacha de guerra tras meses de lucha sin cuartel para ensanchar su cuota de mercado. El fin del descuento universal, para el que solo había que contar con una tarjeta de fidelidad —Waylet (Repsol) y Porque tú vuelves (Cepsa)—, que hasta ahora habían financiado con una pequeña parte de sus amplísimas ganancias en el resto de sus negocios (exploración, producción y refino), espoleará aún más sus cuentas de resultados a costa —eso sí— de sacrificar clientes: quienes más miran por su bolsillo volverán a estar más que tentados de regresar a las enseñas de bajo coste tras un periodo en el que había sido prácticamente indistinto dónde repostar.
En el caso de Repsol, de largo el mayor suministrador de gasolina y diésel de España, los descuentos por encima de 5 céntimos quedarán restringidos a quienes tengan contratados otros suministros energéticos, como luz o gas, un paso similar al que también ha dado Galp. En el de Cepsa y BP, a los —pocos— clientes que optan por carburantes premium, sustancialmente más caros.
Se produce, así, una suerte de regreso al punto de partida de un año atrás: justo antes de que el fuerte encarecimiento de los carburantes por la invasión rusa de Ucrania llevase al Gobierno español a aplicar una subvención de 20 céntimos por litro la pasada primavera y las petroleras se sumasen con su propia batalla de precios encaminada a retener o aumentar su base de clientes. Hasta entonces, las gasolineras de bajo coste eran notablemente más baratas que sus competidores de marca. Ahora volverán a serlo de nuevo.
La rebaja, a la mitad, en el descuento por litro que aplican las grandes petroleras tiene dos lecturas más. La primera es en clave de inflación: justo cuando el IPC empieza a dar muestras de distensión, y a pesar de la reciente caída en el precio del petróleo, el fin de los 10 céntimos añade presión sobre el índice. La segunda, en clave regulatoria: la lupa de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) se ha había posado sobre Repsol, Cepsa y BP desde diciembre del año pasado por “posibles prácticas anticompetitivas” tras la presentación de “varias denuncias” por parte de operadores independientes —muchos de ellos, low cost— a raíz de su “agresiva” política de rebajas. Esas bonificaciones, venían a decir, estaban sacando del mercado a las firmas de menor tamaño, mientras las grandes seguían haciendo dinero en el resto de fases de la cadena: además de comercializar, extraen crudo, lo refinan y —también— lo distribuyen al resto de gasolineras españolas. Incluidas las de bajo coste.
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